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Página personal de Manuel Jesús CARRASCO TERRIZA  

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2001 (65). «Mater Amabilis», en Catálogo de la Exposición Mater Amabilis, Sevilla - Córdoba, octubre 2001 - enero 2002. Publicaciones de la Obra Social y Cultural de Cajasur, Córdoba, 2001, págs. 17-26. ISBN 84-7959-405-5.

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MATER AMABILIS

Es amable quien es digno de ser amado, por lo que es y por cómo es, por la cualidad de su ser y por la cualidad de su obrar. Se dice de una persona que es amable cuando es acogedora, adorable, afable, afectuosa, agradable, amena, amigable, asequible, atenta, benévola, bondadosa, buena, cariñosa, complaciente, comunicativa, cordial, cortés, desinteresada, educada, encantadora, fina, galante, obsequiosa, respetuosa, sacrificada, sencilla, simpática, sincera, sociable... ¿Y de quién mejor que de una madre se puede decir que es amable, digna de ser amada? ¿quién mejor que una madre reúne todas esas cualidades que se viven esencialmente en las relaciones interpersonales, en las relaciones materno-filiales?

Por eso no es extraño que la Iglesia haya incluido el piropo de Madre amable en las Letanías Lauretanas, ese contario de alabanzas a la Virgen Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra.

1. Virgen de las Letanías

La oración litánica es tan antigua como la Iglesia. Cuando se reunían en la plegaria eucarística, se oraba, alternando en dos coros, por las necesidades de todo el mundo. Pronto se comenzó a acudir a la intercesión de los santos apóstoles, mártires y confesores. Ya en el siglo V se distinguen unas invocaciones laudatorias, dirigidas a Dios, a la Virgen y a los santos, y otras deprecatorias. A partir del siglo XII se multiplican las alabanzas a Jesucristo y a la Virgen María, originándose letanías autónomas.

Las más conocidas son las Letanías Lauretanas, que entonaban los peregrinos a finales del s. XVI en la santa casa de Loreto. Meersseman ha reconstruido la estructura primitiva, que comenzaba con las invocaciones marianas tomadas de la Letanía de los Santos (1-3); luego, María es invocada como madre (4-14), maestra (15-18), virgen (19-26); es alabada con una serie de títulos simbólicos de origen bíblico (27-53), y finalmente es ensalzada como reina de cielo y tierra (54-66). Las fuentes literarias de tales títulos, además de los libros de la Sagrada Escritura, parecen ser, entre otros, Efrén el Sirio (s. IV) el himno Akáthistos (s. V), Venancio Fortunato (s. VI), Juan el Geómetra (s. X), etc.(1)

En 1750, los hermanos Joseph Sebastian y Johan Baptist Klauber, maestros grabadores de Augsburgo(2), bajo la inspiración teológica del P. Ulrich Probst, de la Compañía de Jesús(3), compusieron un bellísimo libro de las Letanías Lauretanas, de cincuenta y ocho estampas, que ilustran gráfica y simbólicamente cada una de las invocaciones litánicas. La obra iba acompañada por unos comentarios en latín de Francisco Xavier Dornn, predicador de Fridberg(4), y traducida a diversos idiomas a lo largo de los siglos XVIII y XIX. La primera versión española fue publicada en Sevilla en 1763, en la imprenta de Manuel Nicolás Vázquez, de la calle Génova(5). La sigue la de Valencia, por la viuda de Joseph de Orga en 1768(6).

Acudimos a la invocación Mater Amabilis. Los grabadores de Augsburgo han delineado armónicamente una composición, con un medallón en la parte superior, que representa a la Virgen Madre abrazando tiernamente al pequeño Jesús, y, en el registro inferior, cuatro figuras pareadas en un paisaje abierto. La escena principal se ve timbrada por sugerentes símbolos de amor: dos corazones inflamados, un lazo de cintas, dos tórtolas y dos querubines. En la parte inferior, los Klauber establecen las relaciones de tipo / antitipo, propias de la exégesis alegórica, entre el título de María y sus antecedentes bíblicos. Y ahí surge nuestra sorpresa, pues, lejos de acudir a los ricos y variados sinónimos que denotan las cualidades psicológicas de una persona que la hacen merecedora de la consideración de amable, las referencias se dirigen a las mujeres bíblicas que han sobresalido, no por la excelencia de su carácter, sino por su belleza femenina: Ester, Judit, Rebeca y Raquel. Una frase del libro segundo de Samuel, que sirve de basamento, lo ratifica así: «Amabilis super amorem mulierum. 2. Reg. 1»(7).

Dornn comenta: «Con mucha razón se nombra María, Madre amable, pues según el texto puesto en lo inferior de la imagen, fue esta Señora amable sobre el amor de las mujeres; según lo que nos dice la Escritura, Ester fue hermosa con exceso, Judit fue de un aspecto gracioso, Rebeca fue extremadamente bella, Raquel fue de un rostro agradable, pero María, amable sobre todas, excedió incomparablemente en el agrado a Raquel, en belleza a Rebeca, en la gracia a Judit, y en la hermosura a Ester»(8).

Efectivamente, los Klauber acuden a las figuras bíblicas de las mujeres que profetizan a María, la Madre de Dios, y la preparan tipológicamente(9). El proyecto salvador de Dios, anunciado en el mismo lugar y momento del delito original, se va cumpliendo progresivamente, con hechos y con palabras. Determinados personajes y acontecimientos, que no tendrían mayor trascendencia en otras circunstancias, alcanzan singular relieve cuando se ven desde la perspectiva de la historia de la salvación. Son personajes que se ven revestidos de un sentido histórico-salvífico que va más allá de la mera anécdota.

«A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue preparada por la misión de algunas santas mujeres»(10). Tipifican o prefiguran a la Madre del Salvador las mujeres que se consideran como antepasadas del Mesías por la línea de la maternidad: Eva, Sara, Rebeca y Raquel, esposas de los patriarcas Adán, Abraham, Isaac y Jacob; y las heroínas, admiradas como salvadoras de Israel: Débora, Jael, Judit y Ester. Los Klauber han seleccionado dos de cada uno de estos grupos: Rebeca y Raquel, del tiempo de los patriarcas, y Judit y Ester, de los años de la cautividad. Todas ellas tienen en común su belleza, como un don de Dios que heredará el Mesías y que servirá como sutil arma para salvar a su pueblo.

«Rebeca decora nimis. Gen. 24.» Rebeca fue elegida por Eliecer, merced a su belleza y a su hospitalidad, para ser esposa de Isaac. La joven era bellísima («Puella decora nimis, virgoque pulcherrima»)(11). Los Klauber la representan montada en un camello, y cubriéndose con su manto del abrasador sol del desierto, mientras va de camino para presentarse ante su futuro esposo.

«Rachel venusta facie. Gen. 29.» Raquel, hija de Labán, a quien vemos vestida de pastora, captó el amor de Jacob por su bella presencia y hermoso rostro («Rachel decora facie et venusto aspectu»)(12). Al hijo de Isaac, llamado también Israel, no le importó servir a Labán por dos periodos de siete años hasta conseguirla como esposa.

«Iuditha eleganti aspectu. Iud. 8.» Judit es figurada por Klauber en un segundo plano, como una graciosa dama que porta una espada(13). Yahvéh salva de nuevo a su pueblo por la valentía de una mujer hermosa, Judit. Era Judit una viuda, piadosa y rica, muy bella y muy bien parecida («eleganti aspectu nimis»)(14). Ante la grave amenaza de Holofernes, general de Nabucodonosor que asediaba la ciudad de Betulia, la mujer se hace fuerte, y, confiando en el poder de Dios y en las armas de la oración y de su propia belleza, consiguió la benevolencia del general. Una vez en el campamento enemigo, Judit embriagó a Holofernes y le cortó la cabeza. La figura de Judit, mujer bella y valiente, se sitúa como un importante eslabón entre la promesa salvadora del protoevangelio, «ipsa conteret caput tuum», ella aplastará tu cabeza(15), y la victoria final de la Mujer, «amicta sole», vestida de sol(16).

«Ester pulchra nimis. Est. 2.» Ester aparece representada como una princesa atribulada. El Libro de Ester relata cómo Yahvéh salvó de una persecución a los judíos establecidos en Persia, durante el reinado de Jerjes I (485-465), conocido en la Biblia como Asuero. Era Ester sobrina de un judío importante, Mardoqueo, y gracias a su belleza fue escogida para el harén real: «pulchra nimis, et decora facie», la joven era bella en extremo, y de hermoso rostro(17). El rey la tuvo como su favorita, prefiriéndola a la reina Vasti. Con ocasión de una trama de persecución contra los judíos, urdida por Amán, Ester se jugó la vida presentándose ante el rey sin ser llamada, lo que estaba penado con la muerte. La majestad y la ira del rey, que hicieron desmayarse a Ester, se tornaron en dulzura. Asuero la tomó en sus brazos, y tiernamente le dijo: «¿Qué ocurre, Ester? Yo soy tu hermano, ten confianza. No morirás, pues mi mandato alcanza sólo al común de las gentes»(18). Ester es figura de María por su belleza, por haber enamorado al rey, por no estar incluida en la ley común, por haber salvado a su pueblo de una muerte segura.

2. Al sumo Rey de gloria enamoraste

Corrían las últimas décadas del siglo XVI cuando el insigne maestro de capilla de la catedral hispalense, Francisco Guerrero (1528-1595), componía el motete «Esclarecida Madre». Nada más comenzar a contraponerse y cruzarse sus voces, en el segundo verso, escuchamos el eco mariano del relato de Ester: «al sumo Rey de gloria enamoraste». Denso poema que nos sirve de guía para encontrar la razón de ser de la belleza de María.

«Esclarecida Madre, Virgen pura,
que al Sumo Rey de gloria enamoraste:
¿cuál vista habrá que baste
mirar al sol de tu sublime altura?
pues todos los extremos de grandeza
encierra en sí tu virginal pureza,
y estando Dios en tu morada santa
enriquece el ser nuestro y lo levanta.»

La virginal pureza de María es la suma de todos los extremos de la grandeza que una persona humana pueda recibir de Dios. Esa inmensa gracia divina la eleva a una altura tan sublime que la equipara al más rutilante sol.

La belleza es como el resultado de dos factores: la ausencia de defectos y la sobreabundancia de perfección. En María, la belleza queda resumida en la expresión «virginal pureza», que sintetiza, a un tiempo, el don de Dios y la correspondencia personal: compendia el ser pura, en estado puro, preservada por Dios del pecado original y llena de gracia, y la consagración virginal, íntegra e indivisa donación amorosa de la criatura a su creador.

Esa belleza de María, esplendor de la plenitud de gracia, tiene un motivo final: el ser la madre del Hijo de Dios, la madre del más bello de todos los hombres(19). Quien, por su concepción virginal, habría de recibir toda la herencia genética de sola su madre, tendría que ser en todo como ella. El más bello de todos los hombres debía ser tan parecido a su madre con dos gotas de agua entre sí. Toda la belleza de María encuentra sentido en su misión de ser morada santa de Dios.

«Morada santa» era el arca de la alianza, que Yahvéh diseñó y mandó preparar para acoger las tablas de la ley(20), con unas instrucciones muy precisas sobre su forma y sobre la riqueza de sus materiales y de su exorno(21). Construida en madera incorruptible, toda ella debería estar revestida de oro puro, por dentro y por fuera, para albergar dignamente a las tablas de piedra en las que el dedo de Dios había escrito el decálogo, sus diez palabras.

El pensamiento simbólico, que está presente en la Iglesia desde sus primeros autores, ha establecido un hermoso paralelismo entre el arca y María. La persona que había de albergar en su seno no unas palabras escritas en piedra, sino la misma Palabra de Dios en persona, ha debido ser preparada por Dios al menos con el mismo esmero que aquel recipiente. María es como madera, por ser mujer del linaje de Adán, pero madera incorruptible de Sethim, porque estaba libre de toda corrupción de pecado. Es más, María ha sido revestida de la belleza y de esplendor, como de oro se revistió el arca, por dentro y por fuera. Dios preparó desde toda la eternidad a María para que fuera digna Madre de su Hijo.

Todo comenzó cuando Dios, Trinidad de Personas, quiso hacer partícipe de su propia felicidad a unos seres que creó de la nada, para que, con la participación del ser y con el conocimiento y la voluntad libre, amaran y alabaran por siempre a su creador. Cuerpo y espíritu, microcosmos, el hombre tuvo el privilegio de ser elevado a la inmerecida dignidad de hijo de Dios, microtheos. Pero, al sentirse tan grande, creyó ser como Dios, autónomo, independiente; creyó ver en Dios un rival y no un padre. Su soberbia le llevó a una ruptura, que, por estar en el mismo origen del género humano, afectó a toda su descendencia.

Pero el amor de Dios pudo más, y, desde el mismo instante del pecado, promete un salvador, que, para mayor honra del hombre, sería hombre, nacido de mujer, pero que, para poder tender el puente entre lo humano y lo divino, sería también Dios. En el mismo decreto salvador está presente una mujer madre que haría posible ese maravilloso intercambio: el linaje de la nueva mujer, el nuevo Adán, aplastará la cabeza del envidioso instigador (22).

Para ser vencedora, esa criatura no podía ser en ningún momento vencida. Por lo que el Padre, previendo los méritos de Jesús -Dios salva-, preservó a María de todo contagio del pecado original, siendo concebida por sus padres inmaculada, es decir, sin contraer aquella mancha hereditaria. Pero la exención del pecado sólo fue una parte de la preparación: la ausencia de pecado fue sólo una base para recibir la plena donación de la gracia de Dios, es decir, de la misma vida divina. María fue saludada por el ángel, de parte de Dios, con un título jamás oído antes: kejaritomene, llena de gracia(23), llena de Dios, llena de las virtudes teologales, llena de los dones y frutos del Espíritu Santo. El demonio mintió, bajo la apariencia de la verdad: «no hagáis caso: seréis como dioses». Pero María hizo caso a Dios, y alcanzó la verdad: nadie, como María, ha podido estar más cerca de Dios, tan connatural con Él que ha sido hecha Madre suya.

«Estando Dios en tu morada santa...» El arca de la alianza significaba la presencia de Dios, que acompañaba a su pueblo a lo largo de su penosa peregrinación por el desierto hasta alcanzar la tierra prometida. La tienda en que se albergaba era conocida como la tienda del encuentro, pues en ella Dios se encontraba con su pueblo y compartía con él su destino. Como el arca, María lleva dentro de sí al Dios de la nueva alianza, cuando viaja por tierras de Judá para acompañar y ayudar a su prima Isabel. El relato de la Visitación establece una serie de sorprendentes paralelismos con el relato del traslado del arca de la alianza desde Baalat de Judá a Jerusalén(24). Así como David danzó de gozo en presencia del arca, Juan Bautista saltó de alegría en el vientre de su madre Isabel. Y así como David y toda la casa de Israel subieron el arca en medio de aclamaciones y al son de trompetas, Isabel quedó llena del Espíritu Santo y exclamó con entusiasmo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre». Isabel sabe, por iluminación del Espíritu Santo, que se encuentra ante la nueva arca, el vientre de María que lleva en su seno la presencia encarnada de Dios, la sangre de la Alianza nueva y eterna(25).

«¿Cuál vista habrá que baste mirar al sol de tu divina altura?», sigue sonando la polifonía de Guerrero en nuestros oídos. La historia del arca llega a su coronamiento cuando David la introduce en Jerusalén, lugar de su reposo(26), y Salomón la instala en el sancta sanctorum del templo. María, «foederis arca», como la invoca la Letanía lauretana, alcanza su reposo cuando llega a la nueva Jerusalén(27). Teodoro Estudita (+826) decía en una homilía sobre la dormición de la Virgen: «Hoy el arca de la santificación, que Dios mismo había hecho con oro purísimo, ha sido asunta desde esta mansión terrena a la Jerusalén celestial en un reposo sin fin»(28). María es ascendida al cielo entre la admiración de los ángeles y de todas las criaturas celestes, que exclaman: «Quae est ista, quae progreditur quasi aurora consurgens, pulchra ut luna, electa ut sol...» ¿Quién es ésta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol...?.(29) Y comenta Dornn: «Y qué fue lo que causó la admiración en aquellos espíritus angélicos, sino la hermosura de María, según el padre san Gregorio, porque en pura criatura jamás habían vista otra semejante. De lo cual se sigue que la hermosura de esta Señora excedía grandemente la hermosura de todos los ángeles»(30).

La liturgia de la Iglesia, para celebrar la Asunción de María a los cielos, proclama el capítulo 12 del Apocalipsis: «Signum magnum apparuit in coelo...» Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza(31). El piadoso comentarista de las Letanías añade: «¡Admirable visión! Pero, ¿qué se significa por esta mujer?, ¿qué por el sol?, ¿qué por la luna y las estrellas? Los santos Padres entienden por esta mujer a María, y por el sol y la luna su hermosura incomparable. Porque así como luz ninguna por grande que sea se puede comparar con la luz del sol, de la luna, o de las estrellas, así la hermosura, la gracia, y la amabilidad de María excede la hermosura de los santos todos»(32).

«Enriquece el ser nuestro y lo levanta». No ha de entenderse, sin embargo, que tan grandes dones afectan sólo a María. Si esa hermosura y esa virginal pureza tienen como fin inmediato que María sea digna Madre de Dios, también es cierto que, como canta Guerrero, «estando Dios en su morada santa, enriquece el ser nuestro y lo levanta». El misterio de la encarnación es todo un misterio de elevación de lo humano al orden sobrenatural. Desde que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, nada humano resulta indiferente para Dios, porque todo le habla de su Hijo, a todos los hombres nos ve como hijos en el Hijo. La belleza y el arte, la ciencia y el trabajo, cuanto de bueno y de verdadero puede hacer el hombre sobre la tierra, se ve enriquecido y elevado a la dignidad de lo divino. «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿dónde está, muerte, tu poder?»(33), podemos exclamar cuando vemos a la más bella de las mujeres como Reina del cielo y de la tierra, como Madre de un Hijo que está sentado a la derecha del Padre, y haciendo llegar sus cuidados maternos a la infinidad de hijos que peregrinan por el mundo con la esperanza del cielo.

3. Por la vía de la belleza

«¿Quién es ésta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol...?.»(34). Esa exaltación de la belleza del Cantar de los Cantares, que los autores sagrados ponen en boca de los ángeles cuando sube María al cielo, brota de forma natural de labios de los fieles que contempla la hermosura de las imágenes con que los artistas han querido plasmar la figura de la Madre de Dios.

La belleza es una cualidad de la persona que se aprecia de una forma directa e intuitiva. Una madre, para un niño pequeño, como una novia para un joven, es, antes que nada, guapa. Después descubrirá que es buena, y poco a poco irá comprendiendo la verdad, la autenticidad, la sinceridad de su propia vida. Lo bello va por delante de lo bueno y de lo verdadero en la percepción del ser y en el camino del amor.

En el orden metafísico, verdad, bondad y belleza son propiedades trascendentales del ser, de todo ser en cuanto tal. Para Santo Tomás, es bello el ser en cuanto que agrada al ser contemplado, por lo que la belleza consiste en la debida proporción de las formas, que puede deleitar tanto al conocimiento sensitivo como al intelectivo(35). El splendor formae, que es como San Alberto Magno define la belleza(36), resulta de la armonía del ser: de su unidad, de su verdad y de su bondad. San Agustín, en cambio, pone la razón de la belleza en la bondad, por lo que la percepción de lo bello tiene como facultad propia y final la voluntad, el amor.

Se lamentaba el artista Michel Pochet de que, para expresar el amor, se usara generalmente querer, volere, es decir, desear el bien, en vez de amar. «¿Sabéis cuánto se pierde?: el sesenta y seis por ciento del amor. Desear el bien es un tercio del amor, un treinta y tres por ciento. Para amar al cien por cien se necesita el treinta y tres por ciento de desear lo bello y el treinta y tres por ciento de desear lo verdadero»(37).

La belleza consigue hacer amable la verdad y la bondad: la vuelve asequible y deseable. El arte, que, con los medios a su alcance, dota de la máxima belleza a la figura de María, pone ante nosotros de forma atractiva su verdad (divina elección y preparación, virginidad, maternidad divina, asunción a los cielos) y su bondad (maternidad espiritual, mediadora ante el Mediador, auxiliadora, socorro, remedio). Sirviéndose del lenguaje simbólico, el arte reviste a la icona de los atributos mariológicos que hablan de su verdad y de su bondad, y lo envuelve todo en la armonía de las formas. La belleza atrae las miradas y cautiva el corazón, y ambas facultades, conocimiento y voluntad, aceptan cuanto encierran los símbolos parlantes. Gritarle a una imagen: ¡guapa!, es tanto como decir: te acepto como eres y por lo que eres y representas.

Por la vía de la belleza artística percibimos los grandes misterios de María. Así lo comprendieron muy pronto los autores de iconos en Oriente, que tipificaron las cualidades de María en los diversos modelos: Kiriotissa, Eleousa, Galaktotrophousa, Odegetria, etc. Es el misterio de la mediación del arte sacro(38), de su función quasi-sacramental, inscrito en el misterio de las mediaciones, que el Hijo de Dios revalida cuando él mismo convierte su naturaleza humana (su corporalidad, su carácter, su simpatía, su amistad, su sufrimiento y su muerte) en instrumentum coniunctum divinitatis, instrumento unido a la divinidad(39).

La tradición oriental destaca en la imagen su mística capacidad de re-presentación, de crear un espacio de encuentro entre la experiencia religiosa y la estética. La tradición occidental, más abierta a la belleza formal, sitúa a la imagen en el ámbito de la palabra, como un camino artístico-visual paralelo a la palabra: «el icono muestra lo que la palabra demuestra, pero lo hace de forma más concreta, más adecuada al pueblo y también más envolvente, ya que su finalidad es la de transformar al hombre en doxología, en imagen viva de la gloria divina»(40).

«Estando Dios en tu morada santa / enriquece el ser nuestro y lo levanta». Por el misterio de la encarnación del Verbo en el seno de María, la belleza producida por el arte es enriquecida y elevada a la categoría de puente entre lo divino y lo humano, entre la verdad teológica y la adhesión amorosa («Dichoso el vientre que te llevó»), entre el mensaje ético y la disponibilidad a realizarlo («Haced lo que él os diga»).

Dostoïevsky, que constataba la disociación de la armonía original entre la verdad, el bien y la belleza, lanzó una profecía: «La belleza salvará el mundo». Esa belleza salvadora la encuentra en la naturaleza humana de Cristo, llena del Espíritu, «la imagen positivamente, absolutamente bella». La belleza que salva el mundo se halla participada en la Theotokos, como vía materna de la encarnación. El Pseudo-Dionisio oraba así a la Madre de Dios: «Deseo que tu icono se refleje sin cesar en el espejo de las almas y las conserve puras hasta el fin de los siglos, que vuelva a levantar a los que están inclinados hacia la tierra y que dé esperanza a los que contemplan e imitan este eterno modelo de belleza»(41).

La salvación llegará a su plenitud en la gloria eterna,

«cuando la muerte sea vencida
y estemos libres en el reino,
cuando la nueva tierra nazca
en la gloria del nuevo cielo,
[...]
cuando veamos cara a cara
lo que hemos visto en un espejo
y sepamos que la bondad
y la belleza están de acuerdo»(42).

 

CONCLUSIÓN

Decir Mater Amabilis es tanto como decir Madre Hermosa, dotada por Dios de una belleza singular en su cuerpo y en su alma, para que la transmitiera íntegra al más bello de los hijos de los hombres, al Hijo de Dios, hecho hombre en su seno materno.

Por la mediación de la más alta belleza que el arte ha podido alcanzar en las imágenes y representaciones de María, llegamos a intuir la verdad y la bondad de la Madre amable. Más aún, la vía de la belleza se ha convertido en un camino privilegiado y eficaz para resaltar la maravillosa armonía del plan divino de salvación, que tiene en María su prototipo. «De la belleza de María, siguiendo la línea sapiencial (Sab 13, 5) nos elevaremos al reconocimiento del autor mismo de la belleza»(43)


Manuel Jesús Carrasco Terriza

 

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NOTAS

1. BESUTTI, Giuseppe, «Letanías», en Nuevo Diccionario de Mariología, Dir., Stefano de FIORES y Salvatore MEO, Madrid, San Pablo, 1993, págs.1053-1062.

2. Joseph Sebastian y Johan Baptist Klauber firman al pie de los grabados: «Klauber Cath. sc. et exc. A. V.», es decir: «Klauber Catholici sculpserunt et excuderunt Augustae Vindelicorum», los Klauber, católicos, lo grabaron en Augsburgo.

3. Al pie del primer grabado se puede leer: «R. P. Udal. Probst S. I. invenit», que, desarrollado, dice: «Reverendus Pater Udalricus Probst, Societatis Iesus invenit».

4. DORNN, F. X., Litaniae Lauretanae ad beate Virginis caelique Reginae Mariae, Augustae Vindelicorum, Sumptibus Joannis Baptistae Buckart, 1750. SEBASTIÁN, Santiago, «La imprenta valenciana como difusora del espíritu Rococó», en Cimal, 2 (1979) 34-36.ROIG I TORRENTÓ, María Assumpta, «Influencia de los grabados de los hermanos Klauber en la Capilla de la Mare de Déu dels Colls en Sant Llorenç de Morunys (Lérida)», en Archivo Español de Arte, 221 (1983) 1-18.

5. DEL CASTILLO Y UTRILLA, María José, «Iconografía de la Letanía Lauretana según Dornn», en Cuadernos de Arte e Iconografía. Actas del Primer Coloquio de Iconografía, Madrid, II, 3 (1989) 220-223.

6. Nos servimos de una edición reciente, que reproduce todos los grabados, preparada por Federico DELCLAUX: DORNN, Francisco Xavier, Letanía lauretana, Madrid, Ediciones Rialp, S. A., Madrid, 1978.

7. La frase está sacada de contexto, pues está dicha para exaltar la fraterna amistad de David con Jonatán: II Sam. 1, 24.

8. DORNN, F. X., Letanía lauretana, o.c., pág. 47.

9. PONCE CUÉLLAR, Miguel, María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1996, págs. 42-43.

10. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 489.

11. Gen 24, 16.

12. Gen 29, 17

13. En el grabado de Klauber, los rótulos se hallan cambiados. La princesa que lleva la mano a su rostro en señal de tribulación, representa a Ester, aunque la perícopa se refiere a Judit. La figura femenina de la espada representa a Judit, sin embargo sobre ella se encuentra el versículo bíblico de Ester.

14. Jdt 8, 7.

15. Gen. 3, 15

16. Apoc. 12.

17. Est 2, 7.

18. Est 5.1c-1f.

19. Salmo 44, 3

20. Deut 10, 1-5.

21. Ex 25, 10-16.

22. Gen 3, 15.

23. Lc 1, 28.

24. 2 Sam 6, 2-16; Lc 1, 39-44, 56.

25. SERRA, Aristide, «Madre de Dios», en Nuevo Diccionario de Mariología, o.c., págs. 1177-1178.

26. Salmo 131.

27. I Cro 15, 3-16; Salmo 131.

28. TEODORO ESTUDITA, Homil. in dormitionem, PG 99, 720.

29. Cant 6, 9.

30. DORNN, F. X., Letanía lauretana, o.c., pág. 47.

31. Apoc 12, 1.

32. DORNN, F. X., Letanía lauretana, o.c., pág. 47.

33. I Cor 15. 54-57.

34. Cant 6, 9.

35. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I q. 5, a. 4, ad 1: «Pulchra dicuntur quae visa placent. Unde pulchrum in debita proportione consistit: quia sensus delectatur in rebus debite proportionatis».

36. ALBERTO MAGNO, Conmentarium in De divinis nominibus, editado como un opúsculo de TOMÁS DE AQUINO, De pulchro et bono: «Pulchrum est resplandentia formae super partes materiae proportionatas, vel super diversas partes et actiones».

37. POCHET, Michel, «El Ángel de la Belleza», en AA. VV., Artes plásticas: experiencia y transmisión de lo sagrado. II Curso de Arte Sacro Fundación Félix Granda, Madrid, octubre 2000, Madrid, 2001, pág. 39.

38. CARRASCO TERRIZA, Manuel Jesús, «La imagen sagrada, misterio de comunión y de comunicación», en Primer Simposio Nacional de Imaginería. Actas. Sevilla 11 y 12 de noviembre de 1994, Sevilla, 1995, págs. 77-96.

39. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, III q. 62, a. 5.

40. FIORES, Stefano de, «Belleza», en Nuevo Diccionario de Mariología, o.c., pág. 295. Cfr. BALTHASAR, Hans Urs von, Gloria. I. La percepción de la forma .

41. EVDOKIMOV, Paul, El arte del Icono. Teología de la belleza, Madrid, Publicaciones Claretianas, 1991, págs. 43-46.

42. Liturgia de la Horas, Himno de II Vísperas del domingo de la semana IV. Madrid, Coeditores Litúrgicos, 1988, t. IV, pág. 922.

43. FIORES, Stefano de, «Belleza», en Nuevo Diccionario de Mariología, o.c., pág. 299.