63. «Pintura barroca de la Casa Cuna de Ayamonte», ponencia en V Jornadas de Historia de Ayamonte, 22 noviembre 2000, Ayamonte, Patronato Municipal de Cultura, 2001, págs. 11-44.

 

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PINTURA BARROCA DE LA CASA CUNA DE AYAMONTE

 

Manuel Jesús Carrasco Terriza

 

Un conjunto de seis obras pictóricas procedentes del Hogar Infantil de Ayamonte ha sido instalado, para su exposición, en la Casa Grande de Ayamonte. Esta circunstancia nos brinda la ocasión de hacer un estudio de análisis, catalogación e iconología, que contribuya al mejor conocimiento del patrimonio histórico y artístico ayamontino.

I. HISTORIA

Recordaremos, aunque sea brevemente, el origen histórico de la Casa Cuna(1). Nos servirá para engarzar nuestras noticias y consideraciones sobre las pinturas que un día decoraron sus paredes y que contribuyeron a la educación de los niños del hospicio.

1. El Hospital de Niños Expósitos, Casa Cuna de Ayamonte.

Francisco Galdames Cano, ayamontino que hizo fortuna en Indias, dejó, en su testamento otorgado en la Ciudad de los Reyes del Perú ante Fernando García el 7 de octubre de 1655, la cantidad de 13.300 pesos para determinadas obras pías en su tierra natal: socorro de pobres, dotación de doncellas, construcción de un cementerio en El Salvador, fundación de un convento de franciscanos en la ermita de San Benito, y si esto no fuera posible, una casa hospital de niños expósitos; obras en la ermita del Socorro, y una capellanía de misas rezadas en el altar de Ánimas de la iglesia del Salvador(2).

Su tío y albacea, el capitán Benito de Galdames, desde Lima comisionó en 1664 a Juan Bautista de Zamora y a Juan de Matos Lobo para que hicieran las gestiones en orden a la fundación de franciscanos descalzos de San Diego, o la de un hospital de niños huérfanos. No siendo viable la fundación franciscana, se decidió la fundación del Hospital de Niños Expósitos, que quedó formalizada por escritura otorgada el 3 de octubre de 1666 en la Ciudad de los Reyes. El Hospital se fundaba bajo la advocación de Ntra. Sra. de la Purificación, dotado con 10.000 ducados de renta, tierras y otros bienes. Comenzaron las obras del hospital ayamontino en 1668 y finalizaron en 1674(3). Al año siguiente pasaba a ocupar el altar mayor de la capilla la imagen de Ntra. Sra. del Socorro(4).

El centro quedaría gobernado por un patronato. Era patrona única Elena Rodríguez de Corterreal, esposa de Benito Galdames. A su muerte serían patronos perpetuos los dos alcaldes ordinarios de la ciudad, el cura más antiguo de la iglesia mayor, el padre guardián del convento de San Francisco y el padre comendador del convento de la Merced(5).

Benito Galdames y su esposa Elena Rodríguez fundaron tres capellanías, para que atendieran el servicio religioso del hospicio y enseñaran las primeras letras a los niños acogidos en él(6). A las capellanías fundacionales se sumó la memoria de misas dotada el 22 de septiembre de 1780 por Juan Eligio González, beneficiado y cura de Ayamonte, administrador de la Casa Hospital de Niños Expósitos, que habría de celebrarse ante el altar mayor, presidido por la Virgen del Socorro, el día de San Miguel, y ante el altar del Nazareno(7), memoria que se cumplió entre el año 1780 y 1926(8).

Como Juan Eligio González, otras personas sintieron como propia la labor caritativa que en el Hospicio se realizaba, y no dudaron en legar no sólo dineros sino efectos personales, que pasaron a formar parte del patrimonio de la institución benéfica. Entre esas personas están las hermanas Juana y Urbana Ramírez de Garfias y Galdames, quienes, antes de 1733, regalaron algunas de las pinturas que hoy ocupan nuestra atención.

En la desamortización de Mendizábal, el hospital fue considerado como fundación religiosa, quedando privada de sus bienes. La Beneficencia provincial se hizo cargo de sus propiedades, pasando sus funciones a la Diputación Provincial(9). En sus últimos años se denominaba Hogar Infantil Provincial, y fue atendido desde 1891 por las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, hasta la desaparición del centro asistencial y educativo en 1995.


2. Pinturas depositadas en la Casa Grande de Ayamonte

En distintas dependencias administrativas del antiguo Hogar Infantil se encontraban seis pinturas en lienzo, que, a la supresión del mismo, fueron depositadas en el Museo Provincial de Huelva, con fecha 4 de septiembre de 1995. Finalmente, han pasado en depósito a la Casa Grande de Ayamonte, para su exhibición pública, el 13 de julio de 2000.

Tienen en común su origen en donaciones particulares y su temática religiosa centrada en personajes infantiles. Estos cuadros pudieron servir por un tiempo a la piedad particular de un hogar. Movidos por la generosidad y desprendimiento en favor de los niños, los miembros de la familia pensaron que las pinturas podrían ser más útiles sirviendo de ejemplo y de motivación piadosa a los acogidos en el centro benéfico. Así ocurrió con las hermanas Urbana y Juana Garfias(10). El día 14 de noviembre de 1733, Juan Arias Vela, cura más antiguo de Ayamonte, hace inventario de los bienes del Hospital de Niños Expósitos, por fallecimiento de su administrador, José Jerónimo de Garfias y Galdames, con el objeto de formalizar la entrega de bienes que le hacen las hermanas del fallecido, Juana y Urbana de Garfias y Galdames al nuevo administrador, José del Real y Moncayo. Pues bien, en el citado inventario figuran como donados por las hermanas Garfias un cuadro de Santa Justa y Rufina, otro de Santa Rita, «tres quadros de diferentes efigies que están en la sacristía y también los dieron las susodichas [...]», y «tres quadros de diferentes efigies que están en dicha Yglesia que también dieron las susodichas»(11). No consta la temática de estos últimos seis cuadros(12), por lo que no podemos saber si el inventario se refiere a la serie de cuadros que se encuentran hoy en los paramentos laterales de la iglesia (miden 0,80 m. alto x 1,10 m. ancho): en el lado del evangelio, los lienzos de la Anunciación, los Desposorios de María y la Visitación; en el de la epístola, la Epifanía y la Huida a Egipto. Por la secuencia iconográfica deducimos que faltaría un sexto cuadro: el de la Natividad o Adoración de los pastores.

Nos centramos en el análisis y catalogación de los seis cuadros provenientes del Hogar Infantil y depositados en la Casa Grande. Aunque la mayoría son independientes entre sí, constituyen un conjunto de rica iconología, que intentaremos estudiar en su contenido y en su contexto.


II. CATÁLOGO DE LAS PINTURAS

A falta de una mayor precisión sobre la fecha de ejecución de las pinturas, seguiremos en nuestra exposición el orden cronológico de sus respectivas iconografías.

1. La Virgen Niña hilando, o La Hilanderita

 

 

Material: Óleo sobre lienzo.
Dimensiones: 0,66 x 0,50 m.
Autor: Anónimo sevillano, próximo a Andrés Pérez.
Fecha: hacia 1700.
Observaciones: Forma pareja con un lienzo del Niño Jesús de la espina.

En la serie de inventarios de la Casa Cuna, aparece por primera vez en la relación formalizada por Manuel Pío Barroso el 22 de octubre de 1828, situado en el «Gavinete»: «Otro quadro de cerca de vara que representa vna niña hilando.- Otro compañero de éste en el tamaño que representa el Niño de la espina, los dos con marco encarnado matizado de oro con sus copetes»(13). A partir de esta fecha, figura en los sucesivos inventarios de 1835, 1874, etc.

Sentada, en posición de tres cuartos, en un sobrio silloncito, de brazos lisos de madera, tapizado su asiento y respaldar de terciopelo rojo con clavos dorados, la Virgen niña aparece ocupada en hilar lana con la rueca, aquel humilde utensilio inseparable de toda buena ama de casa en la antigüedad. La pequeña hilandera sujeta la rueca entre el brazo izquierdo y el cuerpo, apoyando en la cintura el extremo inferior de la vara. Con los deditos de la mano izquierda coge una hebra del copo -situado en el rocadero, en el extremo superior de la vara-, y tirando de ella la va desprendiendo, mientras la derecha estira, tuerce el hilo y lo arrolla en el huso, que cuelga, imprimiendo en él un continuo movimiento de rotación.

La niña María está vestida como una princesa: saya blanca con piedras preciosas y bordados en las mangas, corpiño rojo ceñido con cordones, y manto de brocados con anchos encajes en sus bordes, sujeto al cuello por un rico broche o brocamantón de esmaltes en el que figura el monograma de María. Recoge su ensortijado cabello una cintilla de seda roja, con lazada en la frente. De la cinta queda prendido un precioso colgante de pelo. A la altura del cuello se dejan ver, como cristalinas gotas, unos largos pendientes. Un simpático rizo cae por la blanca frente. Cada antebrazo se engalana con sendas pulseras de cuentas de coral, de tres vueltas. Pero, sobre todo, destaca el infantil semblante de María, de grandes ojos, inocentes y penetrantes, cejas arqueadas, boca pequeña y sonriente. El rostro adquiere luminosidad propia, emitiendo un halo dorado, que enciende el contorno de los rizados cabellos sobre un fondo tenebrista.

La acción viene inspirada en los evangelios apócrifos, que relatan cómo María, en el tiempo de su infancia y educación en el templo, se ocupaba, con sus compañeras, de labores textiles, propias de las mujeres de su tiempo y de su tierra. El Protoevangelio de Santiago cuenta que los sacerdotes acordaron confeccionar el velo del templo, y, echando en suertes la labor de cada joven, le tocó a María bordar la escarlata y la púrpura(14). En el Evangelio del Pseudo-Mateo, se dice que la Virgen niña «se entregaba también con asiduidad a las labores de la lana; y es de notar que lo que mujeres mayores no fueron nunca capaces de ejecutar, ésta lo realizaba en su edad más tierna»(15). María niña, hacendosa, se muestra como modelo de trabajo y de aprovechamiento del tiempo para los niños y para los mayores, y anima a todos a proseguir su tarea con perfección.

Pero tras la inocente escena se encierra un hondo simbolismo: la premonición de la pasión de su Hijo. El velo del templo que ella está hilando se verá desgarrado de arriba abajo al producirse la muerte redentora de Jesús(16). El refrán popular decía: «Hijo sin dolor, madre sin amor». El parto virginal e indoloro de María habría de verse compensado por el sufrimiento experimentado en la visión profética de la pasión(17).

Por otra parte, el contraste entre la placidez de la escena presente y la tragedia que se cierne en su destino es un cabal ejemplo del gusto barroco por la paradoja.

El tema de la Virgen Niña hilando, bordando o tejiendo, fue especialmente apreciado por la pintura española del barroco. Antes se había representado la escena de María ocupada en la labor del bordado, rodeada de sus ocho compañeras que danzan a su alrededor (Luis Borrasá, en el retablo de Vilafranca del Penedés, s. XV), o que le hacen corro (Guido Reni, Museo del Ermitage)(18). En la pintura andaluza del barroco, la figura protagonista se independiza. Murillo representó a María que deja el bordado para rezar. Zurbarán gustó especialmente de pintar a la Niña que interrumpe su costura y eleva sus ojos, casi llorosos, al cielo (Museo Metropolitano de Nueva York; Granada, Instituto Gómez-Moreno, Fundación Rodríguez Acosta)(19), «imagen solitaria, íntima, bellísima, sugerida por el culto y la devota simpatía a su extraordinaria niñez»(20).

Quizás por ser tema preferido por el maestro de Fuente de Cantos se atribuyen a sus seguidores esta pintura ayamontina y otras similares. Sin embargo, Zurbarán representó a María niña con la mayor sencillez y realismo, sin bordados, sin joyas y sin cabellos ensortijados. A pesar de las connotaciones zurbaranescas, tanto en el tema infantil como en los retratos a lo divino, que Zurbarán trata con maestría en la serie de las santas (Santa Casilda o Santa Isabel de Portugal, Santa Margarita, Santa Águeda, Santa Apolonia, Santa Lucía, etc.), estas obras obedecen a una estampa o grabado, como tronco común, que luego ha merecido diversas versiones.

Más próximo a la composición de la Casa Cuna es el cuadro, atribuido a Juan de las Roelas, del museo Städel, en Alemania(21). En él la Virgen niña hila sentada sobre un silloncito, con idéntica disposición de ropajes y de manos, pero de cuerpo entero, sobre un espacio más amplio, abierto con un rompimiento de gloria y angelitos tomados de las Inmaculadas de Murillo, y un jarrón de azucenas sobre una mesa. El rostro es un encantador retrato.

Otra pareja de cuadros de la Virgen Niña hilando y el Niño Jesús de la Espina se encuentra en la iglesia de Santa Ana de Granada, en cuyo inventario figuran ya en 1765(22).

La versión ayamontina habría que atribuirla al autor del cuadro titulado Guirnalda de flores con San Joaquín, Santa Ana y la Virgen Niña, del Museo de Bellas Artes de Córdoba, que no es otro que Andrés Pérez(23). Representa una escena familiar, de la Virgen niña con Santa Ana, que le enseña a leer y escribir, contempladas por San Joaquín, de pie en un segundo término. Delante, dos ángeles toman unas telas de la cesta de labores de la Santa. Un gato se crispa, entre miedoso y agresivo, ante un perrito cuyo cuello se adorna con un lacito rojo. En un plano de fondo, unos ángeles velan el sueño de la Niña, que reposa en una rica cunita. Un rompimiento de gloria, con la paloma del Espíritu Santo entre querubines, completa el cuadro dentro del cuadro. Porque la escena representada se ve enmarcada por la pinturas de un cartucho o cartela adornada con exquisitos ramos de flores entre sus volutas.

Si comparamos el lienzo cordobés con el ayamontino, salvando las diferencias de tamaños y la amplitud de la composición, vemos numerosos rasgos comunes. El parecido físico de la Virgen no puede ser mayor. La indumentaria es la misma. Es idéntico el gusto por los detalles cotidianos del hogar introducidos en la temática religiosa. Hasta el detalle del óvalo con el monograma de María, que en el de Ayamonte sirve de broche y en el de Córdoba aparece bordado en el manto y coronando la cuna. Obsérvese la pulsera de coral, de tres vueltas, los pendientes, la joya y lazo del pelo.

Ceán Bermúdez afirma que Andrés Pérez nació en Sevilla en 1660, y murió en aquella ciudad en 1727(24). Destaca en él el gusto por los grandes escenarios, el correcto dibujo, la amable expresividad de sus personajes, el gusto por los detalles decorativos en joyas y ropajes. El mismo Ceán alaba su virtuosismo como pintor de flores, que demuestra también en la descripción de ricos tejidos y accesorios del ajuar doméstico en la referida obra de Córdoba.

Conserva el marco original, al modo castellano. Bordea el lienzo un filete con cuentas. El caveto presenta los fondos lacado en rojo sobre el oro. Las molduras o juguetes de las esquinas y ejes, han sido imitadas punteando sobre el oro. Ha sido restaurado por José Vázquez Sánchez, en torno a 1985.

Basándonos en las características del estilo, podemos situar esta obra en el entorno del pintor sevillano Andrés Pérez, alrededor de 1700.


2. El Niño Jesús de la espina

 

 

Material: Óleo sobre lienzo.
Dimensiones: 0,66 x 0,50 m.
Autor: Anónimo sevillano, próximo a Andrés Pérez
Fecha: hacia 1700.
Observaciones: Forma pareja con un lienzo de la Virgen Niña hilando.

Como queda dicho, a propósito de la Hilanderita, aparece por primera vez en el inventario formado por Manuel Pío Barroso el 22 de octubre de 1828, ubicado en el «Gavinete»: «Otro quadro de cerca de vara que representa vna niña hilando.- Otro compañero de éste en el tamaño que representa el Niño de la espina, los dos con marco encarnado matizado de oro con sus copetes»(25). A partir de esta fecha, figura en los sucesivos inventarios de 1835, 1874, etc.

El Niño Jesús, sentado, en posición de tres cuartos, en un pequeño sillón con brazos de madera y asiento y respaldar tapizado en terciopelo rojo, medita en los futuros tormentos de la pasión; ha trenzado una corona de espinas, que reposa en su regazo, y se ha pinchado en un dedo con una espina de la corona. El dedo índice de la mano izquierda está sangrando, y con la derecha quiere contener la pequeña hemorragia. El sereno semblante más parece velado por la tristeza del presagio que dolorido por la herida. Sus facciones muestran rasgos de gran parecido con la Virgen niña. Como ella, tiene grandes ojos, cejas arqueadas, boca pequeña, cabello ensortijado, partido en dos, del que pende un largo rizo sobre la pálida frente. Un halo dorado enmarca la divina cabeza. Viste un túnica interior blanca, y una saya de ricos brocados de flores. Carece de joyas.

El tema del Niño Jesús que, en la casa de Nazaret, juega con la corona de espinas y se pincha en un dedo, del que sale una gota de sangre, es una variante de la iconografía del Niño Jesús pasionario, que prevé, con su ciencia profética, los sufrimientos redentores. Se trata de una clara premonición de la pasión de Cristo, a través de una descripción amable y melancólica(26) Es especialmente apreciado en los siglos del barroco, inmersos en la teología de la participación en los méritos de Cristo por las buenas obras y el sacrificio personal. El contraste entre el candor y la dulzura del niño y el horror de los instrumentos de tortura logran conmover los sentimientos del fiel.

Son frecuentes las representaciones pictóricas del Niño Jesús dormido sobre la cruz, haciendo una pequeña cruz en el taller de José, o, en escultura, el Niño de las Lágrimas, que mira al cielo con los ojos arrasados de lágrimas, se apoya en una cruz y lleva un cestito con los instrumentos de la pasión: martillo, tenazas, clavos, corona de espinas, etc.; el Niño con la cruz a cuestas; o recostado sobre la calavera. Se representa también al pequeño Jesús sentado sobre columna de la flagelación, y rodeado de los instrumentos de la pasión, mira a Dios Padre o a un ángel, y le muestra el dedo ensangrentado, como variante del tema de Cristo Mediador que ofrece su pasión redentora al Padre(27)

El Niño de la espina puede aparecer solo (Zurbarán, ca. 1645-1650, Museo de Sevilla(28); Colección Duque de Sotomayor, Oñate(29)) o con María en el hogar de Nazaret, quien contempla con dolor la premonición de la futura pasión y muerte de Jesús (Zurbarán, Museo de Cleveland, del que hay diez versiones, entre copias y réplicas(30)). A pesar de la difusión alcanzada en los siglos del barroco, la fuente de inspiración ha de remontarse a las escuelas de espiritualidad que, desde el medievo, ponen el acento en la tierna meditación de la humanidad de Cristo. San Bernardo, en el siglo XII, empapó la piedad cristiana de devoción a los misterios de la infancia de Jesús y a su Madre santísima. Esta línea de piedad es continuada por San Francisco de Asís, en el siglo XIII, y es potenciada por la mística renana de mediados del siglo XIV, de la que destaca. Ludolfo de Sajonia, conocido como El Cartujano. Su libro Vita Christi promovió como ninguno la imitación de Cristo. De él existían ejemplares en todos los monasterios españoles, gracias a la difusión promovida por el cardenal Cisneros. Fue traducido por Fr. Ambrosio de Montesinos, y editado en Sevilla en 1536-37(31). Es conocida su influencia sobre Santa Teresa de Jesús y sobre Íñigo de Loyola(32).

Sánchez Cantón atribuye a Zurbarán la invención del tema pictórico de la Virgen Niña haciendo labor y la creación de su pareja simbólica y plástica: el Niño Jesús de la Espina. Ambos temas los trató por separado y también formando una única escena en el Hogar de Nazaret(33). Queda por definir en qué momento ambas figuras se tipifican como Virgen Niña / Jesús Niño en cuadros simétricos. Hagamos constar, no obstante, que el tema del Niño de la espina tuvo fortuna como tema autónomo, lo que no ocurrió con la Hilanderita.

En Higuera de la Sierra se conserva un lienzo del Niño Jesús de la espina, de cuerpo entero y mayor amplitud espacial, sentado ante una mesa, sobre la que hay una pequeña cruz de madera. Obra del siglo XVIII, obedece, claramente, al mismo modelo iconográfico. Otro cuadro del mismo tema se halla en la sacristía pequeña de la parroquial de Trigueros, pintura en lienzo (0,83 x 0,62 m.) al parecer obra de fines del siglo XVIII.

Podemos hallar cuadros similares en otros lugares de Andalucía: en el Convento de Santa Paula de Sevilla (c. 1700-1730); en la Ermita del Cristo de los Remedios, de Montellano, Sevilla (c. 1750); en la Iglesia de Ntra. Sra. del Robledo, de Constantina, Sevilla (s. XIX); y en el Hospital de Jesús Nazareno, de Córdoba (s. XVIII)(34).

El cuadro de Ayamonte conserva el marco original, idéntico al anterior. Ha sido restaurado por José Vázquez Sánchez, en torno a 1985.

En cuanto a la datación y autoría, nos remitimos a lo dicho sobre la Hilanderita.

3. San Juan Bautista niño

Material: Óleo sobre lienzo.
Dimensiones: 1,45 x 1,04 m.
Autor: Anónimo sevillano, copia de Murillo
Fecha: primer tercio del s. XVIII.

Aparece en el inventario de la Casa Cuna de 1798, realizado por Francisco Fernández: «Vn cuadro de San Juan Bautista, tres pesos».(35) Vuelve a aparecer en el inventario de 1828, con sus medidas: «San Juan Bautista con el cordero, dos varas de alto por vara y media de ancho», es decir, 1,67 x 1,25 m., medida que, suponemos, incluye el marco. En el mismo inventario de 1828 aparece un segundo cuadro del Bautista, pero con otras medidas, y, además, apaisado: «San Juan con el cordero, una vara de ancho por dos y tercia de alto, apaisado», o sea, 0,83 x 1,95 m.(36)

Se trata de una copia del San Juanito y el Cordero, que se encuentra en el Museo del Prado, de Madrid. El original mide 1,21 x 0,99, y lleva el número 318 del catálogo. Se ha querido identificar en él el cuadro de San Juanito, que junto con el Buen Pastor Niño flanqueaban un lienzo de la Inmaculada, obras todas de Murillo, en el altar efímero que se montó el 5 de agosto de 1665 con motivo de la reconstrucción de la iglesia de Santa María la Blanca, de Sevilla(37). Angulo, sin embargo, se inclina por situar esta obra entre los años 1670 y 1680. En 1744, Isabel de Farnesio adquiere este cuadro y el Niño Jesús Buen Pastor a los herederos del Cardenal de Molina, en 5.000 reales, junto con el Buen Pastor del Prado (nº cat. 202). Desde Madrid pasa en 1746 a La Granja, Segovia. En 1794 se encuentra en el Palacio de Aranjuez. Y, finalmente, el 1814 figura ya en el inventario del Museo del Prado de Madrid(38).

En el cuadro original de Murillo observa Angulo que «la evolución del sentimiento católico del Barroco le hace experimentar cada vez mayor interés por los temas de la infancia de Jesús y de San Juan». Junto con el proceso espiritual, evoluciona el sentimiento de la naturaleza, ganando terreno lo pastoril en un paisaje sin ruinas, donde la figura se fusiona en la cálida y luminosa atmósfera. El grupo de San Juan y el Cordero es, para Angulo, «una de las obras maestras más representativas de esta faceta de su personalidad y en la que todo rastro de rigidez ha desaparecido. En el grupo, el Niño y el Cordero se funden formal y espiritualmente. Mientras el cordero contempla a San Juanito, éste, con la mano extendida sobre el pecho y su rostro con la boca entreabierta y los ojos en las alturas expresa toda la entrega de su místico anhelo»(39).

Comparando la copia ayamontina con el original, observamos idéntica composición en las figuras principales, hasta en los detalles de la disposición de los paños. Sin embargo, ha introducido variantes en los fondos, eliminando aquellos elementos rocosos que en el original ponen el contrapunto oscuro a los luminosos fondos, y que contribuyen decisivamente a marcar la división diagonal del cuadro. Es evidente también una mayor dureza de pincelada. Atenúa la ternura del niño, la intensidad de la mirada extática y la comunicación entre el cordero y el Bautista. Falta el pequeño detalle del rayo de luz que en el cuadro del Prado marca una línea transversal, que acaba en la roca del ángulo inferior, bajo el manto rojo, cosa que se ha perdido en la copia; y el pequeño halo de santidad que apenas se dibuja sobre su cabeza. Es más áspero el paisaje, con menos atmósfera y menos vegetación. En el cuadro de Ayamonte se añade la inscripción de la cinta: «ANVS DEI».

Copia, no obstante, notable. Dado el itinerario del original, es posible que se realizara antes de 1744. Carezco de análisis de los elementos materiales (lienzo, pigmentos, etc.) que permitan datar con precisión la copia. Tiene un marco castellano, con el fondo del caveto en verde y las molduras o juguetes dorados. La ausencia de rocallas nos inclinan hacia la primera mitad del siglo XVIII.

Fue reentelado por Pepe Vázquez, hacia 1985, pero necesita la eliminación de los barnices oscurecidos.

4. Virgen de la Soledad

Material: Óleo sobre lienzo.
Dimensiones: 0,52 x 0,40 m.
Autor: Anónimo sevillano, de tradición murillesca.
Fecha: principios del s. XIX

Lo encontramos por primera vez en el inventario de 1828, como un cuadro de la Virgen de la Soledad, situado en la Sala Principal(40). Y vuelve a aparecer en el inventario de 1835, compuesto por Joaquín Herrera, copiando casi literalmente el anterior: «Otro quadro de bajo de un docel representa a la Virgen de la Soledad»(41).

Rezumando dulzura, el lienzo representa a la Virgen de la Soledad, de medio cuerpo, sobre fondo liso de tonos dorados. Un halo difuso enmarca la cabeza, ligeramente inclinada hacia su derecha. Viste túnica roja y manto azul que le cubre la cabeza para caer sobre los hombros. Un blanco lienzo enmarca el rostro, de gran belleza, apenas insinuado el dolor en las cejas levemente fruncidas y en la mirada baja. Apenas se aprecia una lágrima. Una larga espada, con empuñadura dorada, hace referencia a la profecía de Simeón: «Una espada te atravesará el alma»(42). Cruza delicadamente las manos por delante del pecho, cerrando el manto y recogiendo el velo.

Gran importancia adquiere el marco dorado, que casi le roba protagonismo al cuadro. Bordea el lienzo una moldura convexa, rectangular en el lado inferior, y en forma de arco carpanel, de tres puntos. El conjunto se ve decorado con un amplio juego simétrico de molduras caladas, en forma de costillas, eses y rocallas, por cuyos laterales penden sendas guirnaldas de flores y hojas. El conjunto queda centrado y rematado por una gran concha.

Puede proceder de alguna donación particular, como objeto de devoción hogareña. En el contexto de la infancia acogida en el centro, la representación de la Virgen Madre dolorosa puede ofrecer a los niños la ternura de una madre que ellos no han conocido, y que sufre con el sufrimiento de su Hijo Jesús y de los hermanos predilectos de Jesús, los niños abandonados.

5. Santa Justa y Santa Rufina

 

 

Material: Óleo sobre lienzo.
Dimensiones: 0,85 x 1,26 m.
Autor: Anónimo sevillano, seguidor de Murillo
Fecha: fines del s. XVII.

El cuadro de las santas Justa y Rufina es el primero que aparece en los inventarios de la Casa Cuna, en el de 1733, con expresa constancia de sus donantes: «Yttem un quadro de SS. Justa y Rufina con su marco dorado que está en la Yglesia de dicha casa que dieron de limosna Dª Juana y Dª Urbana de Garfias»(43). En el inventario de 1743 se dice: «Ytt. vna lámina grande con vn crusifico [sic] y Santa Justa y Rufina; dorada que está ensima del Altar Mayor de dicha Yglesia»(44). En 1828 se hallaba en la sacristía(45).

Sobre un fondo tormentoso, compone el anónimo autor una mística escena, de rigurosa simetría, centrada por un Cristo crucificado, a cuyos lados se sitúan las niñas mártires, Santas Justa y Rufina, quedando al fondo la ciudad de Jerusalén y el martirio de las jóvenes, ocurrido hacia el año 287. El cuadro establece tres planos, cuyos contenidos iconológicos se entrelazan: en la lejanía, a la izquierda, la salida de una ciudad amurallada: Jerusalén, para aludir al monte Calvario, situado extramuros de la ciudad santa; o las murallas de la Macarena, ante la que fue decapitada la joven Rufina(46). A la derecha, una escena de decapitación y de martirio establece el nexo de unión entre la historia y el culto de las santas. En el eje compositivo, en un plano intermedio, Cristo crucificado, sobre un montículo, con la calavera de Adán en la base. En primer plano, las mártires alfareras, vestidas con túnica y manto, mostrando a sus pies las vasijas de barro, de variadas formas. Todo ello queda envuelto en una atmósfera densa y oscura, apenas iluminada por un fugaz relámpago que desgarra el cielo.

El martirio de Santa Justa y Rufina es recogido por el Martirologio Gerominiano (19 de julio), por el Martirologio Romano (18 de julio) y por los libros litúrgicos mozárabes (17 de julio). Su culto queda testimoniado desde el siglo VII. La crítica textual reconoce en el relato del martirio rasgos de sobriedad y de gran precisión en la descripción de los ritos sirios en honor de Salambó (el mito de Venus y Adonis), tales que hace suponer que la narración haya sido compuesta por un testigo ocular o recogida de una tradición no deformada(47).

Ofrecemos el texto de las Actas, publicado por el P. Enrique Flórez, en el tomo IX de España Sagrada:

«ACTAS DE SANTA JUSTA Y RUFINA»

«En la ciudad de Sevilla, situada en España, el martirio de las Santas Vírgenes Justa y Rufina. De condición humilde por su modesta pobreza, se dedicaban al comercio de loza, con cuyo producto socorrían la miseria de los necesitados, y se reservaban para sí, tan sólo aquello que era necesario para el sustento de sus vidas y decencia de sus vestidos. Perseveraban diariamente en oración, viviendo casta y religiosamente, sufriendo con resignación, y atentas al cuidado de su casa. Ocupadas en la venta de la loza, se presentó no se qué monstruo execrable, o impuro simulacro, a quien los depravados gentiles llamaban Salambona , exigiéndoles que le diesen alguno de aquellos utensilios. Pero como se resistiesen y se negasen a darlo, diciendo que ellas creían y adoraban únicamente a nuestro Señor Jesucristo, y no a aquel ídolo que ni vivía ni sentía, las mujeres nobles que lo llevaban sobre sus hombros, lo arrojaron con gran ímpetu y confusión, de tal manera que rompió y trituró enteramente todas las mercancías de las Santas Vírgenes.

«Mas ellas conmovidas, no por el detrimento sufrido en su pobreza, sino de celo por destruir aquel objeto de tanta ignominia, rechazaron el ídolo, que, al punto que tocó en tierra, se deshizo en diminutos pedazos. Entonces, como si hubiesen cometido algún gran sacrilegio, clamaron los gentiles, que eran dignas de muerte. Por lo tanto, apresadas por Diogeniano, fueron primeramente atormentadas en el potro, y desgarradas con escarpias de hierro; y después afligidas con la cárcel, el hambre y los dolores. Pasados ya algunos días, y disponiendo el tirano ir a los Montes Marianos, mandó que fuesen a pie siguiendo su camino por lugares ásperos y llenos de malezas. Pero a ellas no les parecía nada duro ni molesto aquel camino, sino que como si hubiese sido todo perfectamente llano, creían caminar sobre blando polvo. Finalmente, Justa exhaló su espíritu en la cárcel: cuyo cuerpo mandó el tirano que fuese precipitado en un pozo; pero sacado de él por el piadoso Obispo Sabino I, fue honrosamente sepultado. Y Rufina, que había quedado aún en la cárcel, y decapitada por orden del tirano, envió su espíritu devoto al Señor: cuyo cuerpo después de quemado, fue sepultado con digno honor. Su martirio se celebra el día XVII de Julio.»(48)

Según el breviario gótico-mozárabe, «la santa hermana Rufina fue arrojada a un león para que la despedazase en el anfiteatro; pero deponiendo su ferocidad y no haciéndole daño alguno, le quitaron la vida los verdugos, asentándole un terrible golpe a la cabeza, quemando luego su cuerpo en el mismo Anfiteatro»(49).

Los cultos sirios a Salambó o Salambona, equivalente de Venus, conmemoraban la muerte de Adonis, que se celebraba con procesión, danzas y llantos del 17 al 19 de julio. Fueron propagados por occidente, y especialmente en Sevilla, por los mercaderes griegos y egipcios, que venían a comerciar a la Bética. Las señoras principales de la ciudad hacían una procesión con el ídolo y andaban danzando de casa en casa para pedir un donativo. A las jóvenes Justa y Rufina les pidieron sus vasijas para utilizarlas en los jardines de Adonis. Al negarse, reaccionaron violentamente y les destrozaron la mercancía, a lo que ellas respondieron destruyendo el ídolo.

La tradición continúa afirmando que el piadoso obispo Sabino procuró que se recogiesen los benditos restos, dándoles sepultura en el mismo sitio que ocupó luego una pequeña capilla, inmediata al Convento de PP. Capuchinos. Ocurrió el martirio en el año 287, a principios del Imperio de Diocleciano, poco antes de que publicase el edicto de persecución general(50).

Las santas recibieron culto no sólo en Sevilla, de donde son consideradas Patronas, sino en muchos otros lugares de España. La representación iconográfica más antigua es del siglo XV, atribuida a Francisco Solibes, y se halla en Maluenda (Zaragoza)(51).

Un milagro atribuido a las Santas Patronas ocurrió en 1504, cuando un terremoto asoló la ciudad de Sevilla, mientras que la torre-alminar de la catedral, estremecida por las violentas sacudidas, quedó indemne merced a la intervención de las santas, que la abrazaron y evitaron que se desplomara. La protección de las santas sobre la catedral y la torre fue representada en una tabla, atribuida al «Maestro de Moguer», un pintor del entorno de Alejo Fernández, de la iglesia de Santa Ana de Sevilla, en los primeros decenios del siglo XVI. Hernando de Sturmio lo volvió a tratar, en medias figuras, en el retablo de los Evangelistas, de la Catedral de Sevilla, de 1555. Luis de Vargas las pintó al fresco en 1558 en un lienzo de pared de la misma Giralda, hoy prácticamente irreconocibles. Miguel de Esquivel pintó hacia 1620 a las santas mártires protegiendo a la Giralda, pintada ésta de un tamaño mayor que las santas, lo que nos permite apreciar perfectamente la pintura de Luis de Vargas, y reconocer en ella el antecedente más directo de Murillo(52). Del modelo de Esquivel depende el cuadro de Ignacio de Ries (+1661), de la catedral de Sevilla(53). La obra más famosa fue la que pintó Murillo en 1675 para la iglesia de los Capuchinos, cercano a la iglesita donde la tradición afirma que fueron enterradas(54). De ella deriva el cuadro de Ayamonte que estudiamos, reemplazando la torre por la figura del Crucificado. Juan de Espinal las pintó en 1759 para el Ayuntamiento de Sevilla(55). Con un león sumiso a sus pies las representó Goya para la catedral hispalense, en 1817(56). Podemos recordar también dos versiones escultóricas: una en la Misericordia de Trigueros, poco anterior a 1593(57), y otra realizada por Pedro Duque Cornejo, hacia 1740, para la Catedral de Sevilla.

Como en el cuadro de Murillo, del que esta obra depende, las breves masas de color verdes y ocres, rojas y azules se conjugan armoniosamente, dispuestas en el mismo orden. Las santas, de facciones extraídas de obras del maestro sevillano, aparecen situadas en posición de tres cuartos, con palmas en sus manos, y se dirigen al Crucifijo, que, a pesar de estar situado en un plano posterior, parece adelantarse gracias a la mirada de las santas. Cristo en la cruz aparece muerto, con la cabeza inclinada a su derecha, y el costado abierto, del que brota un largo reguero de sangre fuertemente contrastada sobre la palidez postmortal del cuerpo. En el suelo se agrupan, en aparente desorden, vasijas de loza de color blanco y rojo, en un acertado estudio de naturaleza muerta. Con la descripción realista de estos objetos contrasta el tratamiento de la escena narrativa que se desarrolla en el fondo de la derecha: unos trazos sueltos de fugaces blancos refuerzan el dibujo, apenas perceptible en la penumbra del fondo.

Pedro de Madrazo descubrió este lienzo con alborozo en 1888, dándolo a conocer en su conocido artículo «Un día afortunado»(58), no dudando en adjudicar su autoría al mismo Murillo. Cuenta cómo el cuadro le fue mostrado en la penumbra de la sacristía de la capilla del Socorro, ubicación poco apropiada para la calidad de lienzo, pero que el capellán justificó por el robo de que había sido objeto recientemente.

A esta obra se refería Amador de los Ríos, en 1889, cuando dice que la iglesia pequeña y moderna de la Casa Cuna «no ofrece otro interés que el de poseer un cuadro, obra del inmortal Murillo, el cual fue robado y restituido luego, aunque en estado verdaderamente deplorable»(59); noticia que repite en 1909(60).

Desde luego no podemos atribuir el lienzo a la mano de Bartolomé Esteban Murillo, pero sí a un anónimo seguidor suyo, cercano en el tiempo. Creo que puede asociarse esta obra a la titulada Calvario con San Ignacio y Santa Bárbara, de la sacristía mayor de la Catedral de Sevilla. Como en el lienzo ayamontino, el anónimo autor compone una escena mística, reuniendo en un mismo contexto el grupo del Calvario (Cristo crucificado, María, San Juan y la Magdalena), San Ignacio de Loyola y Santa Bárbara(61). Al igual que esta obra sevillana, se puede datar el lienzo ayamontino en los últimos años del siglo XVII.

Es de destacar el significado iconológico del cuadro en el contexto humano del Hospital de Niños Expósitos. Las figuras de las santas, por infantiles, se presentan ante la mirada de los niños huérfanos compartiendo con ellos su pobreza material -se ganaban la vida vendiendo loza- y su fe heroica, llevada hasta el final. La asociación de la figura de Cristo crucificado y de las santas mártires refuerza el sentido redentor del dolor humano, unido al de Cristo.

6. Desposorios místicos de Santa Catalina

 

 

Material: Óleo sobre lienzo.
Dimensiones: 0,66 x 0,84
Autor: Anónimo sevillano, del círculo de Andrés Pérez.
Fecha: primer tercio del s. XVIII.

Tenemos constancia de este cuadro en el inventario de 1798, valorado en tres pesos: «Ytt. otro más chico con su marco, Santa Catalina y el niño, en tres pesos»(62). En 1828 figura situado en el «Quarto del Archivo»: «Un quadro apaisado del martirio de Santa Catalina con el niño Dios, marco negro matizado de oro»(63). Los siguientes inventarios copian literalmente el de 1828.

El cuadro representa los Desposorios místicos de Santa Catalina de Alejandría, escena divina a lo humano, o retrato de dos niños efigiados a lo divino. Sobre un alto sillón tapizado de terciopelo rojo, el Niño Jesús, vestido a la moda infantil de principios del siglo XVIII, con casaca abierta, que deja ver una camisa de encajes, y tonelete, prenda infantil de amplio vuelo, de brocado verde con grandes flores rojas y hojas plateadas. Un gracioso pañuelo blanco se anuda al cuello. Calza zapatos de hebilla. Sujeta entre la mano izquierda y la rodilla la bola azul del orbe, y ofrece la mano derecha a la joven Catalina, destacando en el gesto la sortija o alianza de su dedo índice. El Niño mira al espectador con afecto, entablando una relación, una invitación a participar de la misma suerte que la joven mártir.

De pie ante Jesús Niño, Santa Catalina, identificada por los símbolos iconográficos del martirio -la palma y de la rueda dentada- es representada como una joven princesita, ataviada con ricos ropajes, de brocados en tablas verticales de variados colores, amplias mangas vueltas de encajes, y costosas joyitas: diadema de oro y diamantes, pendientes, gargantilla de perlas con su dije o colgante, y pulsera de perlas de cinco vueltas.

Ha sido restaurado por José Vázquez hacia 1985. El marco original, de fondo plano decorado con hojas de hiedra esgrafiadas sobre el oro, ha sido sustituido por otro moderno.

Popularísima a lo largo de toda la Edad Media, gracias a la Leyenda Dorada(64), las primeras alusiones de los martirologios no son anteriores al s. VI. La passio de Santa Catalina es aún más tardía, del siglo IX, y puede considerarse como un relato piadoso compuesto en ambiente monástico de Alejandría o del Sinaí, a partir de elementos comunes a las narraciones martiriales y a los textos de los apologistas griegos de los siglos II al IV(65).

Cuenta la piadosa leyenda que Catalina era una joven de estirpe real, que fue llevada ante el emperador Maximiano, por haberse negado a participar en un sacrificio general a los dioses. La joven, de unos dieciocho años, haciendo gala de su sabiduría (no en vano Alejandría era el símbolo del saber antiguo, por su biblioteca y por sus numerosas escuelas filosóficas), dirigió su alegato al emperador, al que enmudeció con su elocuencia y con la fuerza de sus razonamientos. No sólo le admiró su sabiduría, sino que quedó prendado de su juvenil belleza, por lo que hizo traerla al palacio, e intentó convencerla de que abandonara la fe cristiana prometiéndole el matrimonio. Catalina respondió: «Lo único que me interesa es mi Señor Jesucristo, a cuyo amor vivo consagrada»(66). Maximiano convocó a los cincuenta retóricos más famosos del imperio, que no sólo no pudieron con la sabiduría de la joven, sino que acabaron por abrazar el cristianismo, padeciendo el martirio. Volvió a insistir el emperador ofreciéndole elevarla a la categoría de primera dama, a lo que Catalina contestó: «Yo estoy consagrada a Cristo; me considero su esposa; Él es mi gloria, mi cariño, mi dulzura y el objeto de mis complacencias. Ni los halagos ni las amenazas, ni siquiera los tormentos, conseguirán apartarme del amor que le profeso»(67). Ante la pertinacia de la joven, la encerró en la cárcel, privada de alimentos. Allí convirtió a la emperatriz y a su consejero. No pudiendo con ella, la sometió a la tortura de las ruedas dentadas, de la que salió ilesa, pues un rayo partió las ruedas, hiriendo a los soldados que la rodeaban. Finalmente, rodó su cabeza al filo de la espada, el 25 de noviembre del año 305.

La iconografía de los desposorios místicos, que se inicia en los siglos XIV y XV, se desarrolló especialmente en los siglos XVI y XVII. Suele representarse al Niño Jesús, en brazos de su Madre, que ofrece el anillo esponsalicio a la joven Catalina. Autores flamencos, italianos y españoles, como Hans Memling, Marcellus Coffermans, Corregio, Tintoretto y Murillo han dejado obras maestras inspirándose en los ricos escenarios y personajes de la corte, o en la tierna intimidad de sus protagonistas(68).

La joven huérfana, de alto linaje, es propuesta como modelo para la juventud. Según Vorágine, se presenta como ejemplar admirable por su sabiduría, por su elocuencia, por su fortaleza, por su castidad y por los privilegios de que dispone en favor de sus devotos(69). Por todas estas razones, Santa Catalina es patrona de las jóvenes casaderas(70). No es momento de recordar las causas de su popularidad y sus otros muchos patronazgos. Sería suficiente para suscitar su devoción el considerar que así como Cristo no negaría nada a su Madre, tampoco negaría nada que le pidiera su mística novia y esposa Santa Catalina(71).


III. ESTUDIO ICONOLÓGICO

En cuanto al contenido, un elemento común une a los cuadros que exponemos: la temática religiosa con protagonistas infantiles. En cuanto al contexto, aunque originariamente sirvieron a la piedad familiar, fueron destinados con posterioridad a servir de modelo a imitar por la infancia abandonada.

1. Temática

La primera característica es la temática religiosa, destinada a la piedad privada, con protagonistas infantiles: Virgen Niña, Niño Jesús, San Juanito, Santas Justa y Rufina, Santa Catalina con el Niño Jesús, y la Madre Dolorosa.

a. Los niños, como modelo de virtudes

Los temas infantiles ejercen un poderoso atractivo. En sí mismos, los niños atraen por su sencillez, por su alegría, por su felicidad. Son todo proyecto, todo esperanza. Son el bien sin mezcla de mal. Especial admiración producen los niños superdotados, los genios precoces (Mozart, Beethoven), o, sencillamente, los niños que imitan las actividades de los mayores. Los juegos de los niños son un aprendizaje de la vida de los mayores, tomando el elemento gratificante del trabajo sin el amargo componente de la responsabilidad y de la fatiga.

Los niños no sólo son adorables por su candor, sino que, de por sí, son imitables por su sencillez y humildad. Jesucristo propone a los niños como modelo: «Si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos»(72). Además, resultan envidiables los niños que alcanzan virtudes de mayores. Así como es gratísimo contemplar a un niño que disfruta emulando la vida de los mayores, es enormemente conmovedor ver la virtud heroica -generosidad, laboriosidad, entrega a los demás con riesgo de la vida propia- en unos niños en los que se supone no hay más capacidad que la del juego. Desde los Evangelios apócrifos, los relatos de la infancia de la Virgen han aleccionado la vida de las vírgenes consagradas. En la actualidad, programas de radio o televisión premian el heroísmo o el arte de los pequeños. Los niños, por sus virtudes propias o por las virtudes que consideramos propias de mayores, son, hoy y siempre, una lección que penetra con dulzura en el alma.

b. La estética de la paradoja

La época barroca, que aprecia como ninguna otra el componente estético de la paradoja, del contraste, de la oposición, del quiasmo, añade un atractivo especial a los temas de niños con virtudes o sentimientos de mayores. El contraste y la paradoja están en la base de la emoción, tanto de la risa como del llanto. En nuestro caso, veremos a la Virgen niña hilando el velo del templo, que había de desgarrarse en el momento de expirar su Hijo en la cruz(73). O el Niño Jesús de la espina, que en el aparente juego de tejer una corona, en realidad está sumido en una premonición de los sufrimientos de la pasión, y adelanta en el juego el derramamiento de su sangre redentora. El contraste se sitúa entre el presente y el futuro, entre la felicidad y el dolor.

Otro contraste propio del barroco aparece entre lo divino y lo humano, entre el pasado y el presente, entre el realismo y la idealización. Son temas divinos tratados a lo humano, la Niña es una princesita y el Niño un infantico de la corte española, Santa Catalina y el Niño Jesús son verdaderos retratos a lo divino, con ropa contemporánea de ambiente nobiliario. Acontecimientos del pasado se representan con la moda del presente. Zurbarán logró tal perfección en este tipo de contrastes, en la serie de santas (Santa Casilda o Santa Isabel de Portugal, Santa Margarita, Santa Águeda, Santa Apolonia, Santa Lucía, etc...) que tendemos a calificar de zurbaranesco toda pintura de época barroca que trate de temas humanos a lo divino o de temas divinos a lo humano, y que conjugue la idealización de los personajes y la espiritualización de los temas con toques de realismo contemporáneo en indumentarias, en accesorios o en retratos.

c. La Hilanderita, de aprendiz a maestra

El tema de María Niña tiene el encanto de la perfección alcanzada en la tierna infancia, el bien sin mezcla de mal alguna. El contraste se establece en la paradoja de que una niña, que por su edad debe ser imitadora de los mayores, sin embargo, por sus virtudes se convierte en maestra, en ejemplo de los mayores, y, cómo no, de la misma infancia. Ya desde el siglo VI, fecha de composición del evangelio apócrifo denominado el Pseudo Mateo, María Niña es propuesta como modelo de vida monástica, hasta en el ritmo de las horas y la alternancia de la oración y del trabajo.

«Y María era la admiración de todo el pueblo; pues teniendo tan sólo tres años, andaba con un paso tan firme, hablaba con una perfección tal y se entregaba con tanto fervor a las alabanzas divinas, que nadie la tendría por una niña, sino más bien por una persona mayor. Era, además, tan asidua en la oración, como si tuviera ya treinta años. Su faz era resplandeciente cual la nieve, de manera que con dificultad se podía poner en ella la mirada. Se entregaba también con asiduidad a las labores de lana; y es de notar que lo que mujeres mayores no fueron nunca capaces de ejecutar, ésta lo realizaba en su edad más tierna.

«Esta era la norma de vida que se había impuesto: desde la madrugada hasta la hora de tercia hacía oración; desde tercia hasta nona se ocupaba en sus labores; desde nona en adelante consumía todo el tiempo en oración hasta que se dejaba ver el ángel del Señor, de cuyas manos recibía el alimento. Y así iba adelantando más y más en las vías de la oración. Finalmente, era tan dócil a las instrucciones que recibía en compañía de las vírgenes más antiguas, que no había ninguna más pronta que ella para las vigilias, ninguna más erudita en la ciencia divina, ninguna más humilde en su sencillez, ninguna interpretaba con más donosura la salmodia, ninguna era más gentil en su caridad, ni más pura en su castidad, ni, finalmente, más perfecta en su virtud. Pues ella era siempre constante, firme, inalterable. Y cada día iba adelantando más.

«Nadie la vio jamás airada, ni le oyó nunca una palabra de murmuración. Su conversación rebosaba tanta gracia, que bien claro manifestaba tener a Dios en la lengua. Siempre se la encontraba sumida en la oración o dada al estudio de las sagradas letras. Tenía al mismo tiempo cuidado de que ninguna de sus compañeras ofendiera con su lengua, o soltara la risa desmesuradamente, o se dejara llevar por la soberbia, prorrumpiendo en injurias contra alguna de sus iguales. Continuamente estaba bendiciendo al Señor; y con el fin de no substraer nada a las alabanzas divinas en sus saludos, cuando alguien le dirigía uno de éstos, ella respondía: Deo gratias»(74)

d. El Niño Jesús pasionario, del candor al dolor

Otro de los aspectos más significativos del espíritu paradójico tan querido para el arte barroco es el tratamiento de los temas de la Pasión en la Infancia de Jesús. No es, sin embargo, algo original: ya desde San Pablo, el nacimiento de Cristo, el desvalimiento de su infancia, es entendido como parte de la kénosis, del abajamiento de Cristo a la condición de siervo. El contraste se entabla entre dos polos: mientras los hombres nacemos para vivir; el Hijo de Dios, que ya existía desde la eternidad, nace para morir. Si lo patético de la Pasión y muerte en la Cruz resalta la humanidad del Salvador, la vinculación de estos temas con los propios de la niñez e infancia refuerzan al máximo este argumento.

«El contraste entre el candor y dulzura de un niño y el horror de los instrumentos de tortura utilizados en la Pasión consigue con creces uno de los principales objetivos de la iconografía barroca, el conmover los corazones y llevar por los sentimientos a la comprensión del misterio, por el corazón a la inteligencia y de aquí a la profesión de la verdadera fe católica había un solo paso»(75). El conocido tratadista de iconografía, fray Juan Interián de Ayala, decía en 1730:

«Resta ahora hablar de otras imágenes de la infancia y puericia de Jesucristo, que no tanto pertenecen a la historia cuanto son objeto de piadosas meditaciones. Tales son: el que le pintan durmiendo sobre la cruz, poniéndole por almohada el cráneo, o calavera de un hombre: que abiertas las manos está recibiendo la cruz que le traen y ofrecen los ángeles: que está llevando en sus manos y hombros los instrumentos de la Pasión; y otras de esta clase. Cuyas imágenes ningún hombre prudente las llevará a mal; pues todas ellas, aunque no tengan fundamento en algún hecho determinado; lo tienen, y no ligero, en que Cristo Señor nuestro desde el primer instante de su concepción, aceptó espontáneamente la muerte, y acerbísima Pasión que le impuso su Eterno Padre, viviendo siempre aparejado para ella, y pensando en ella muchas veces: sabiendo muy bien que con su muerte vencería a la misma muerte y demonio»(76)

2. El contexto

Aun siendo cuadros de temática religioso, no fueron pensados para el culto público, sino que tuvieron como fin el entorno familiar. Eran obras que adornaban y ennoblecían la casa de las hermanas Garfias Galdames, quienes crecieron teniendo como modelo a las santas mártires sevillanas. Ya en su madurez quisieron desprenderse de aquellos cuadros para que siguieran sirviendo de ideal y de consuelo a los niños expósitos del hospital.

a. Contexto familiar

Los cuadros de temática religiosa eran habituales en los hogares(77). Y los temas del Niño Jesús de la espina, de la Niña Hilandera, de Santa Justa y Rufina y la serie de la vida de la Virgen eran bastante frecuentes. A modo de ejemplo, aporto los siguientes casos. En 1704, figura en la dote de Josefa González, viuda, que se iba a casar con Antonio Ruiz, dorador, lo siguiente: «Yten dos láminas doradas con sus lienzos de vn niño y niña ylandera, en cinquenta reales»(78). En 1707, cuando Juan Francisco Sánchez, dorador y estofador de Sevilla, formaliza la dote matrimonial de su hija Teresa Sánchez de Arteaga, enumera los «diferentes vienes, ropa y alaxas de omenaxe de casa», entre los que figuran los siguientes cuadros: «Yten seis liensos de pintura de la vida de Nuestra Señora con sus marcos dorados y negros, en seiscientos y treinta y cinco reales. [...] Yten otros dos liensos de pintura, el uno de Santa Justa y el otro de Santa Rufina, de media bara de alto con sus molduras de juguetes doradas, en cientt reales de vellón. Yten dos láminas, la una del Niño y la otra de la ylanderita, con sus molduras doradas y asules en ciento y quarenta reales de vellón»(79). En 1717, José Jordán, maestro cantero, incluye en el inventario de bienes dotales para su matrimonio con Agustina Natera «dos laminitas, la una de un niño sacándose una espina, y la otra de una niña hilando, de dos tercias de alto con molduras doradas y negras en noventa reales»(80)

b. Contexto educativo

Trasladados los cuadros al Hospital de Niños abandonados, los temas representados adquieren mayor dramatismo. La Virgen niña, que al hilar honra el trabajo de cada día, el Niño Jesús que se enfrenta al dolor y a la sangre, el martirio de Santa Justa y Rufina, el amor de Santa Catalina al Niño Jesús, la piedad del San Juanito, o la soledad de la Madre, aportan lecciones de vida que cobran un doble sentido. En el ambiente hogareño, la educación viene de la presencia amorosa de los padres, que conducirán a los niños, los corregirán de posibles errores y los protegerán de los peligros. Los modelos presentados a niños sin padre cobran el dramatismo de ser ellos solos los que han de enfrentarse a un futuro dramático, al dolor, al sacrificio y a la soledad. Los cuadros les animan a identificarse con los modelos, Virgen Niña, Niño Jesús, San Juanito, Santa Justa y Rufina, Santa Catalina, que han sufrido como ellos, y cuyas vestimentas son la expresión de una vida más alta, la vida del cielo. No puede considerarse que la calidad de los ropajes alejen a los niños de sus modelos; antes bien, los convierten en envidiables, en dignos de seguimiento.

 

IV. CONCLUSIÓN

Hemos contemplado y analizado la historia, la belleza artística y la rica iconografía del conjunto de pinturas de la Casa Cuna de Ayamonte, situadas todas en el ámbito estético de la escuela sevillana de tradición murillesca, y la mayoría en los años finales del siglo XVII o en el primer tercio del siglo XVIII.

La generosidad de los donantes de estas obras, de diversas procedencia, al Hospital de Niños Expósitos o Casa Cuna, se ha visto recompensada, por una parte, cumpliendo una nueva misión educativa y consoladora para los niños, abandonados un día por sus progenitores; y por otra, perdurando en el tiempo, lo que tal vez no hubiera ocurrido de haber permanecido en el ámbito privado de la familia. ¿Qué se ha conservado de aquellas dotes matrimoniales del primer decenio del siglo XVIII a que aludíamos?

Perdido el contexto iconológico apropiado, mantienen su valor histórico y artístico. No obstante, para su pleno goce estético, es preciso dejarse tocar por los sentimientos que motivaron las representaciones, y no perder nunca de vista su original función y su finalidad educativa, consoladora y motivadora de la virtud de los niños más necesitados de cariño y de horizontes.


V. APÉNDICE DOCUMENTAL

1. El hallazgo de Pedro de Madrazo.

MADRAZO, Pedro de, «Un día afortunado», en Almanaque de La Ilustración para el año de 1889, Año XVI, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1888.

«[...] A la subida del Salvador nos detuvimos, por indicación de mi amable guía, en la Casa de Expósitos que lleva el nombre de la Cuna, y que es uno de los institutos de la caridad que más honran a la población. El digno sacerdote a quien está confiado el culto de su pequeña capilla, erigida con la advocación de Nuestra Señora del Socorro, nos enseñó todo lo que en ella le parecía más notable; y conduciéndonos por último a la pobre y casi desnuda sacristía: -- Aquí hay un cuadro, nos dijo, que no sé si vale o no, pero que debe tener algún mérito, porque hace algunos años fue robado, a mi ver por instigación de persona entendida en pinturas. -- Y esto diciendo, nos mostró un lienzo empolvado y maltratado que pendía con su marco de un clavo en lo alto de la pared, en frente de la modesta cajonería de madera pintada donde se guardan los ornamentos. La luz era escasa, y a aquella altura no se discernía ni siquiera lo que el cuadro representaba. Rogamos al buen cura que lo hiciese descolgar; titubeó un momento, mas al cabo, con actividad poco andaluza, tomó una escalera de mano, se despojó de su sotana, quedándose en chaquetilla, trepó resuelto, aferró el marco, logró con algún trabajo sacar el colgadero del clavo, y haciendo esfuerzos de equilibrio para que el peso del cuadro no le venciese y le hiciese caer de la escalera abajo, fue pausadamente descendiendo, surcando con la pintura la pared, hasta que pude yo alargar el brazo para asirlo y aliviarle el peso llegando al fin sanos y salvos el cuadro y el cura al suelo.

¡Oh agradable sorpresa! Puesto el lienzo sobre la cajonería, a buena luz, concebí al punto la certidumbre de que tenía entre las manos una joya artística de gran valía -- ¡nada menos que un cuadro de Bartolomé Esteban Murillo! -- Este cuadro, ejecutado según el segundo estilo del gran pintor, representa, en figuras del tamaño que los profesores llaman pusinesco, es decir, de medio metro aproximadamente de altura, a las dos santas mártires patronas de Sevilla, Justa y Rufina, en adoración ante Jesús crucificado. El Salvador, clavado en la cruz, está en el centro del lienzo, y a los dos lados, de cuerpo entero, con sendas palmas en las manos y los vasos de barro que denotan su profesión de alfareras al pie, las dos hermosas doncellas que sufrieron el martirio por la fe. Cualquiera que esté familiarizado con las obras de Murillo del estilo a que aludimos, reconocerá desde luego como auténtica esta creación de su concienzudo y detenido pincel, impregnado de luces argentinas y ya experto en el más simpático y delicioso empaste, en la época en que su arrebatado misticismo no le había abierto aún las puertas de oro de aquella otra región vaporosa é inundada de celestiales resplandores en que se extasiaba su alma durante sus últimos años.

Las figuras de las dos santas están prolijamente estudiadas; sus cabezas y manos son de una belleza atractiva, no convencional y abstracta, sino individual y humana, acomodada al tipo predilecto de aquel artista tan fiel a la naturaleza en medio de su casto idealismo. Adviértese desde luego que para la cabeza de la santa que está a la izquierda del espectador, se sirvió del mismo modelo con que ejecutó la cabeza de la Virgen en el cuadro de la Anunciación, número 856 del Museo del Prado de Madrid, y la de Rebeca en el lienzo de Eliezer, núm. 855 del propio Museo. En el catálogo de esta gran pinacoteca calificamos ambos cuadros como del estilo de transición que caracterizaba a Murillo cuando después de abandonar su primera manera, un tanto seca, debida a la imitación de los italianistas flamencos y de los maestros florentinos, no había alcanzada todavía a tratar con libertad los ropajes y a dar a su colorido el calor, el esmalte dorado y encendido, el jugo y la transparencia que tanto cautivan en su estilo llamado vaporoso: y en esta época de transición pintó indudablemente el lienzo de las Santas Justa y Rufina de Ayamonte. De regreso de mi viaje he registrado cuidadosamente en el extenso catálogo de todas las obras de Murillo, que formó y publicó en 1883 el paciente e ilustrado Curtis(81), los cuadros ejecutados por el pintor sevillano representando a las santas patronas de su ciudad natal, y no he encontrado ninguno que las figurase en el acto de adorar al Dios crucificado por quien dieron gozosas la vida. Es más, sólo menciona el diligente investigador norteamericano un cuadro en que las dos santas aparecen unidas, y es el conocidísimo que pintó Murillo para el altar mayor de la iglesia de Capuchinos, y que hoy se conserva en el Museo provincial de Sevilla con el núm. 95; pero este lienzo en nada se asemeja al descubierto por mí en Ayamonte, pues en él las dos santas vírgenes están colocadas de frente, y lo que hay entre una y otra no es el Cristo en la cruz, sino la Giralda de Sevilla, según se hallaba en su primitiva construcción almohade. Sólo en un accidente coinciden ambas composiciones, a saber: en las vasijas de barro que ocupan el primer término del cuadro, amontonadas en el suelo; las cuales por cierto están ejecutadas con un primor digno de los de De Heem y de los más acreditados pintores de objetos inanimados que florecieron en Holanda.

Era, pues, evidente que en el sucio y malparado lienzo de la sacristía de la Casa Cuna de Ayamonte tenía entre mis manos una obra de Murillo enteramente desconocida y original, que no había llegado a noticia de ninguno de los que hasta ahora se han ocupado en reseñar las producciones del grande artista.

Para colmo de satisfacción, aunque el lienzo estaba maltratado y resquebrajado el color en muchas partes, las figuras de las santas y la del Cristo habían padecido poco y podían fácilmente restaurarse; y además el marco, rico en talla dorada, como todos los del tiempo de Carlos II, se conservaba en buen estado.

Cuando ya me cercioré de que la obra era de Murillo, manifesté mi agradable sorpresa a D. Trinidad y al cura, los cuales oían complacidos mis afirmaciones.

-- Me alegro por honra de mi país --me dijo el primero-- que no se vuelva usted a Madrid tan poco satisfecho de su viaje por la provincia de Huelva, como esta mañana me anunciaba.

-- Ya sospechaba yo que el cuadro era bueno, aunque de pintura no entiendo --añadió el curo.

-- Pues bien podía usted --replicó D. Trinidad-- ponerle en otro lugar más adecuado a su mérito, en vez de tenerle colgado allá arriba donde nadie lo ve, y en tan mal estado.

-- Allí le tenía precisamente para librarle de tentaciones; pero puesto que tanto vale, ahora mismo voy a mejorarle de sitio; y para defenderle de manos rapaces, ya tomaré yo otras precauciones.

Y diciendo y haciendo, descolgó una gran cruz de madera negra, lisa, que estaba sobre la cajonería, y puso en su lugar el lienzo: del cual nos refirió la siguiente historia:

-- Hace pocos años, este cuadro yacía olvidado como cosa de desecho en una carbonera, de donde lo sacó el sacristán de esta iglesia. Colocado en el lugar donde yo acabo de ponerlo, aquí, sobre la cajonería, despertó la codicia de una mujer, cuyo marido era pintor, y aquella hembra perversa y atrevida, logrando en ocasión oportuna penetrar en esta sacristía sin ser vista ni sentida, se apoderó de él, cortó con una navaja o unas tijeras el lienzo a ras del marco, lo arrolló de mala manera y se lo llevó oculto bajo la saya. Cuando se advirtió el hurto, se hicieron las oportunas pesquisas y pareció el cuerpo del delito; recobrose la pintura en el mal estado que ustedes la ven; la ladrona fue encausada; pero halló medio de sustraerse a la acción de la justicia, fugándose a Portugal; y yo, después de unir el lienzo al bastidor según Dios me dió a entender, aunque muy malamente como pueden ustedes observar, coloqué el cuadro en lo alto de esa pared para librarle de nuevos asaltos.

-- Mala suerte tienen los cuadros de Murillo --observó D. Trinidad.-- El famoso San Antonio de la catedral de Sevilla fue también robado hace algunos años, cortando con navaja la figura del Santo...

-- Por aquel tiempo sucedió el robo de éste --interrumpió el cura: --todos los malvados tienen imitadores, y los crímenes suelen venir en ciclones.

-- Sirva de escarmiento lo pasado --exclamé yo. --Ahora lo que deben ustedes procurar es que se restaure bien este lienzo y se coloque en paraje más seguro y digno, dentro de la iglesia, por ejemplo: o venderlo, con el competente permiso, para que luzca en alguna buena galería de España o del extranjero, y los apreciadores del gran pintor sevillano puedan disfrutar de esta obra suya completamente desconocida. Pero es menester que su restauración no se encomienda a mano inexperta o temeraria: en Madrid hay quien puede hacerla con acierto: allí están los que han restaurado el San Antonio de la catedral de Sevilla y la Concepción de Ribera de la iglesia de las religiosas agustinas de Salamanca, otra joya que estuvo a punto de perderse por un indisculpable abandono. En los restauradores de provincia no confío.

-- Veremos qué puede hacerse --dijo el capellán dando un suspiro y como pensando en sus adentros: --¿de dónde sacaremos el dinero?-- y volvió a ponerse su sotana. Y los tres salimos para dirigirnos a la inmediata parroquia del Salvador; aquél, sin sombrero y sin manteo, cubierta la cabeza con un simple gorro negro, porque las calles de la parte alta de la ciudad, llamada la villa, están casi desiertas a todas horas y anda uno por ellos como por el patio de su casa. [...]».

ÍNDICE

I. HISTORIA 1
1. El Hospital de Niños Expósitos, Casa Cuna de Ayamonte. 1
2. Pinturas depositadas en la Casa Grande de Ayamonte 2

II. CATÁLOGO DE LAS PINTURAS 4
1. La Virgen Niña hilando, o La Hilanderita 4
2. El Niño Jesús de la espina 7
3. San Juan Bautista niño 9
4. Virgen de la Soledad 11
5. Santa Justa y Santa Rufina 12
6. Desposorios místicos de Santa Catalina 16

III. ESTUDIO ICONOLÓGICO 18
1. Temática 18
a. Los niños, como modelo de virtudes 18
b. La estética de la paradoja 18
c. La Hilanderita, de aprendiz a maestra 19
d. El Niño Jesús pasionario, del candor al dolor 19
2. El contexto 20
a. Contexto familiar 20
b. Contexto educativo 21

IV. CONCLUSIÓN 21

V. APÉNDICE DOCUMENTAL 22
1. El hallazgo de Pedro de Madrazo. 22

 

NOTAS

1. DÍAZ SANTOS, María Luisa, Ayamonte. Geografía e historia, Ayamonte, Impr. Provincial, 1978, pág. 78. ARROYO BERRONES, Enrique R., Ayamonte y la Virgen de las Angustias, Huelva, Servicio de Publicaciones de El Monte, 1992, págs. 199-201. MENGUIANO GONZÁLEZ, Arcadio, «La Virgen del Socorro y la Casa Cuna de Ayamonte», en Revista de la Semana Santa. Ayamonte (Huelva) 1994, s. p.

2. ADH, Justicia, Ayamonte, 1.10.52: Cumplimiento del testamento del capitán Francisco de Galdames, tocantes al Hospital de Niños Expósitos, que mandaron fundar Francisco y Benito de Galdames, exp. de 1661-1684. ADH, Capellanías. Ayamonte, El Salvador. Caja 11: Cap. de Francisco Galdames, exp. de 1662.

3. ADH, Justicia. Ayamonte, 1.10.82: Documentos relativos a la construcción de un Hospital de Niños Expósitos por deseo de Francisco de Galdames Cano, exp. de 1673. Loc. cit., 1.10.95: Cuentas de Juan Bautista de Zamora del depósito de dineros de Benito de Galdames, para la obra de la Casa de los Niños Expósitos, exp. de 1676.

4. MENGUIANO GONZÁLEZ, Arcadio, «La Virgen del Socorro y la Casa Cuna de Ayamonte», o.c.

5. DÍAZ SANTOS, María Luisa, Ayamonte. Geografía e historia, o.c, págs. 79-80.

6. ADH, Capellanías. Ayamonte, El Salvador, Cajas 8-10, Cap. de Benito de Galdames. Testamento de Benito de Galdames, otorgado en la Ciudad de los Reyes del Perú, el 30 de octubre de 1666, ante el escribano José del Corro: caja 8, exped. de 1694, fols. 15-27.

7. ADH, Capellanías. Ayamonte, El Salvador, caja 15.1, Cap. de Juan Eligio González, exped. de 1780, sin foliar.

8. ADH, Gobierno. Ayamonte, Carta de D. Francisco Feria al Sr. Arzobispo de Sevilla: Ayamonte, 1936, mayo, 12.

9. DÍAZ SANTOS, María Luisa, Ayamonte. Geografía e historia, o.c., pág. 81.

10. Urbana y Juana Josefa Ramírez de Garfias y Galdames otorgaron testamento en Ayamonte el 16 de noviembre de 1741. Urbana era doncella, y Juana Josefa era viuda del capitán Alonso de Zamora y Ávila: ADH, Justicia, Ayamonte, 1.10.202. exp. de 1756-1760.

11. A(rchivo) D(iputación) P(rovincial) H(uelva), Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903. «Inventario de los bienes que tiene el hospital de niños expósitos desta ciudad de Ayamonte que en ella a 14 de Noviembre de 1733 hiço el Sr. Dn. Juan Arias Vela...», al folio 7 de un cuaderno que comienza con un «Inventario de los papeles...», de 1684, marzo, 13.

12. ADPH, Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903, Inventario de Juan Arias Vela, Ayamonte, 1743, septiembre, 17, s.f.: «Ytt. tres quadros que están en dicha sacristía y otros tres en la Yglesia que son de diferentes deuosiones». En el inventario de 1798 figuran cuatro conjuntos de seis cuadros: «6 cuadros grandes bien vsados y biejos, cada vno en tres pesos. [...] 6 cuadros comunes [...] 6 cuadros a de bara y cuarta de alta a los sinco a tres pesos [...] 6 cuadros dorados»: Loc. cit., Inventario de Francisco Fernández, Ayamonte, 1798, febrero, 13.

13. ADPH, Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903, Inventario de Manuel Pío Barroso, Ayamonte, 1828, octubre, 22, s.f.

14. Protoevangelio de Santiago, X, 1-2. En SANTOS OTERO, Aurelio de, Los Evangelios Apócrifos, Madrid, BAC, 1956, pág. 163.

15. Evangelio del Pseudo-Mateo, VI, 1. En SANTOS OTERO, Aurelio de, Los Evangelios Apócrifos, o.c., pág. 206.

16. TRENS, Manuel, María. Iconografía de la Virgen en el arte español, Madrid, Plus Ultra, 1946, pág. 141.

17. Cfr. LÓPEZ ESTRADA, Francisco, «Pintura y literatura; una consideración estética en torno de la 'Santa Casa de Nazaret' de Zurbarán», en Archivo Español de Arte, t. XXXIX, núms. 153-156, Madrid, 1966, pág. 44.

18. RÉAU, Louis, Iconografía del arte cristiano. Iconografía de la Biblia. Nuevo Testamento, Barcelona, Edic. del Serbal, 1997, t. 1, vol. 2, pág. 176.

19. VALDIVIESO, Enrique, Francisco de Zurbarán, Sevilla, Edic. Gualdalquivir, 1988, pág. 21. PAREJA LÓPEZ, Enrique, Francisco de Zurbarán. Guía de la Exposición conmemorativa del IV Centenario de su nacimiento, 1598-1998, Museo de Bellas Artes de Sevilla, 1998, págs. 32-35.

20. TRENS, Manuel, María. Iconografía de la Virgen en el arte español, o.c., pág. 138.

21. LECHNER, M, «Maria, Marienbild. V. Das Marienbild des Barock», en Lexikon der christlichen Ikonographie, Rom - Freiburg - Basil - Wien, Herder, 1974, t. 3, col. 203, lám 27.

22. VILLENA DELGADO, Joaquín y Antonio, Arte y tradición en la iglesia parroquial de San Gil y Santa Ana. Inventario de su patrimonio, vol. 2, Granada, 2000, págs. 136-138. Miden 0,58 x 0,46 m., y son atribuidos un anónimo de escuela castellana, con influencias de Velázquez y de Zurbarán, del siglo XVII.

23. VALDIVIESO, Enrique, Historia de la pintura sevillana, Sevilla, Edic. Guadalquivir, 1986, lám. 247, págs. 297-300.

24. CEÁN BERMÚDEZ, A., Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España, Madrid, 1800, t. IV, págs. 71-72.

25. ADPH, Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903, Inventario de Manuel Pío Barroso, Ayamonte, 1828, octubre, 22, s.f.

26. VALDIVIESO, Enrique, Zurbarán. IV Centenario, Catálogo de la Exposición Museo de Bellas Artes de Sevilla, 8 de octubre - 9 de diciembre 1998, Sevilla, Junta de Andalucía, Consejería de Cultura, 1998, pág. 196. RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso, "Iconografía y Contrarreforma: A propósito de algunas pinturas de Zurbarán", en Cuadernos de Arte e Iconografía. Actas del Primer Coloquio de Iconografía, Madrid, 1989, tomo II, núm. 4, págs. 97-105.

27. MARTÍNEZ MEDINA, Francisco Javier, Cultura religiosa en la Granada renacentista y barroca. Estudio iconológico, Granada, Universidad - Facultad de Teología, 1989, págs. 311-312, láms. XLIV-XLV. En Granada, además del lienzo del Niño de la espina sentado sobre una columna, del Convento de la Piedad, existen otros en el Convento de Santa Isabel, en la Iglesia conventual del Santísimo Corpus Christi (Iglesia de Santa María Magdalena) y en el Convento de las Comendadoras de Santiago, según información facilitada por el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico. Un ejemplar de Cristo Mediador, adulto, lo encontramos en una pintura sobre lienzo de la parroquial de Trigueros.

28. VALDIVIESO GONZÁLEZ, Enrique, La pintura en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, Sevilla, Ediciones Galve, 1993, pág. 153, lám. 163. Procede de la colección Sánchez Ramos, de Sevilla.

29. GÓMEZ PIÑOL, Emilio, «Una obra inédita de Zurbarán: 'El Niño de la Espina', de Oñate», en Archivo Español de Arte, t. XXXIX, núms. 153-156, Madrid, 1966, págs. 9-23.

30. VALDIVIESO, Enrique, Francisco de Zurbarán, o.c., pág. 21.

31. En el Archivo Diocesano de Huelva se conservan los tomos II y III de la edición sevillana del Cartujano, de 1536-37, procedentes del Monasterio de Santa Clara de Moguer.

32. LÓPEZ ESTRADA, Francisco, «Pintura y literatura; una consideración estética en torno de la 'Santa Casa de Nazaret' de Zurbarán», o.c., págs. 25-50.

33. SÁNCHEZ CANTÓN, Francisco Javier, Nacimiento e infancia de Cristo, t. I de Los grandes temas del arte cristiano en España, Madrid, BAC, 1948, pág.173, lám. 288-289.

34. Información facilitada por el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico.

35. ADPH, Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903, Inventario de Francisco Fernández, Ayamonte, 1798, febrero, 13, s.f.

36. ADPH, Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903, Inventario de Manuel Pío Barroso, Ayamonte, 1828, octubre, 22, s.f.

37. ANGULO ÍÑIGUEZ, Diego, Murillo. II. Catálogo crítico, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, pág. 272. Id., Murillo, t. 27 de Arte Hispalense, Sevilla, Diputación Provincial, 1982, pág. 45.

38. ANGULO ÍÑIGUEZ, Diego, Murillo. III. Láminas, o.c., lám. 399.

39. ANGULO ÍÑIGUEZ, Diego, «Murillo: Su vida y su obra», en Bartolomé Esteba Murillo [1617-1682], Catálogo de la Exposición Museo del Prado (Madrid, 1982) y Royal Academy of Arts (Londres, 1983), Madrid, Ministerio de Cultura - Fundación Juan March, 1982, pág. [73].

40. ADPH, Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903, Inventario de Manuel Pío Barroso, Ayamonte, 1828, octubre, 22, s.f.

41. , Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903, Inventario de Joaquín Herrera, Ayamonte, 1835, agosto, 19, s.f.

42. Lc 2, 35.

43. ADPH, Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903, Inventario de Juan Arias Vela, Ayamonte, 1733, noviembre, 14, s.f.

44. Loc. cit., Inventario de Juan Arias Vela, Ayamonte, 1743, septiembre, 17, s.f.

45. Loc. cit., Inventario de Manuel Pío Barroso, Ayamonte, 1828, octubre, 22, s.f.

46. MORILLAS ALCÁZAR, José María, «La colección de pinturas barrocas del Museo de Huelva. Un olvido injusto», en Catálogo de la Exposición Del siglo de Velázquez. Arte religioso en la Huelva del XVII, Huelva, Delegación Provincial de la Consejería de Cultura, 1999, págs. 64-65.

47. SOTOMAYOR, Manuel, «Giusta e Rufina», en Bibliotheca Sanctorum, t. VI, Roma, Città Nuova Editrice, 1965, cols. 1339-1340. Acta Sanctorum Iulii, t. IV, Venezia, 1748, págs. 583-586.

48. FLÓREZ, Enrique, España Sagrada, t. IX, Madrid, 1752. Texto en ALONSO MORGADO, José, Santoral hispalense o Noticias históricas y biográficas de los santos de esta Iglesia metropolitana y patriarcal y de otros relacionados con ella , Sevilla, Tipografía de Agapito López, 1907, págs. 15-17.

49. Ibidem, pág. 17.

50. Ibid., págs. 17-18.

51. FERRANDO ROIG, Juan, Iconografía de los Santos, Barcelona, Edic. Omega, 1950, pág.165. RÉAU, Louis, Iconografía del arte cristiano. Iconografía de los santos, o.c., t. 2, vol. 4, pág. 219. KASTER, G., «Justa und Rufina von Sevilla», en Lexikon der christlichen Ikonographie, o.c., t. 7, cols. 252-253.

52. VALDIVIESO, Enrique, Historia de la pintura sevillana,o.c, págs. 57-59, 74-75, 152-153.

53. Ibidem, pág. 193. VALDIVIESO Enrique, Catálogo de las pinturas de la Catedral de Sevilla, Sevilla, 1978, pág. 91, lám. LXIX, 1.

54. MENA MARQUES, Manuela y Enrique VALDIVIESO, «Catálogo de las pinturas», en Bartolomé Esteban Murillo [1617-1682], Catálogo de la Exposición, o.c., págs. [190-191].

55. VALDIVIESO, Enrique, Historia de la pintura sevillana, o.c., págs. 328-329.

56. VALDIVIESO, Enrique, Catálogo de las pinturas de la Catedral de Sevilla, o.c., págs. 136-137, lám. XVI.

57. CARRASCO TERRIZA, Manuel Jesús, «La procesión del Corpus Christi de Trigueros, en 1593», en Rev. Fiestas de San Antonio Abad, 1997. Impr. Jiménez, Huelva, 1997, págs. 28-29.

58. MADRAZO, Pedro de, «Un día afortunado», en Almanaque de La Ilustración para el año de 1889, Año XVI, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1888.

59. AMADOR DE LOS RÍOS, Rodrigo, Huelva, o.c., pág. 653.

60. AMADOR DE LOS RÍOS, Rodrigo, Catálogo de los Monumentos Históricos y Artísticos de la Provincia de Huelva. 1909, Edición y Estudio de Manuel Jesús CARRASCO TERRIZA, Huelva, Diputación Provincial - Ministerio de Educación y Cultura, 1998, pág. 348.

61. VALDIVIESO, Enrique, Catálogo de las pinturas de la Catedral de Sevilla, o.c., pág. 92, lám. LX, 1.

62. ADPH, Casa Cuna, legº. 3, Inventarios 1684-1903, Inventario de Francisco Fernández, Ayamonte, 1798, febrero, 13, s.f.

63. Loc. cit., Inventario de Manuel Pío Barroso, Ayamonte, 1828, octubre, 22.

64. VORAGINE, Santiago de la, La leyenda dorada, Madrid, Alianza Editorial, 1987, t. II, págs. 765-774.

65. BALBONI, Dante, «Caterina di Alessandria», en Bibliotheca Sanctorum, t. III, Roma, Città Nuova Editrice, 1983, cols. 954-963.

66. VORAGINE, Santiago de la, La leyenda dorada, o.c., pág. 767.

67. Ibidem, pág. 769.

68. BRONZINI, Giovanni B., «Caterina di Alessandria. Iconografia», en Bibliotheca Sanctorum, o.c., cols. 963-975. ASSION, P., «Katharina von Alexandrien», en Lexikon der christlichen Ikonographie, o.c., t. 7, cols. 289-297.

69. VORAGINE, Santiago de la, La leyenda dorada, o.c., págs. 772-774.

70. RÉAU, Louis, Iconografía del arte cristiano. Iconografía de los santos, o.c., t. 2, vol. 3, pág. 276.

71. Ibidem, pág. 275.

72. Mt 18, 1-6.

73. TRENS, Manuel, María. Iconografía de la Virgen en el arte español, o.c., pág. 141.

74. SANTOS OTERO, Aurelio de, Los Evangelios Apócrifos, Madrid, BAC, 1956, págs. 205-207.

75. MARTÍNEZ MEDINA, Francisco Javier, Cultura religiosa en la Granada renacentista y barroca. Estudio iconológico, o.c., pág. 310.

76. INTERIAN DE AYALA, J., El pintor cristiano y erudito, o tratado de los errores que suelen cometerse frecuentemente en pintar y esculpir las imágenes sagradas, t. I, l. III, c. VI, 6, Barcelona, 1883, págs. 236-237.

77. LARA RÓDENAS, Manuel José, Religiosidad y cultura en la Huelva moderna, t. III de El tiempo y las fuentes de su memoria, Huelva, Diputación Provincial, 1995, págs. 377-380.

78. QUILES GARCÍA, Fernando, Noticias de Pintura (1700-1720), t. I de Fuentes para la Historia del Arte andaluz, Sevilla, Edic. Guadalquivir, 1990, pág. 202.

79. Ibidem, pág. 211.

80. HERRERA GARCÍA, Francisco J., Noticias de Arquitectura (1700-1720), t. II de Fuentes para la Historia del Arte en Andalucía, Sevilla, Edic. Guadalquivir, 1990, pág. 97.

81. Velázquez and Murillo. A descriptive and historical catalogue of the works of Don Diego de Silva Velázquez and Bartolomé Esteban Murillo, comprising a clasified list of their paintings, with descriptions, etc.; with original etchings. By Charles B. Curtis, M.A., London, Sampson Low, Marston, Searle, and Rivington. New York, J.W. Bouton, MDCCCLXXXIII.- Esta autor ha recopilado en su libro cuanto sobre Velázquez y Murillo escribieron Pacheco, Carducho, Palomino, Ponz, Ceán Bermúdez y todos los demás que les han sucedido.